jueves, 20 de septiembre de 2007

La aventura de las luces azules




El texto de la entrega anterior (está a continuación) es el principio de "Europa barroca", una de mis novelas. En ella se cuenta la historia de Eduguá (que es quien ha hablado y narrado su nacimiento); la de "la negra" (una chica muy guapa, eso lo dice todo el mundo), negra de las Antillas que nació poco después, vivió en la selva y el opulento paraíso de la sociedad occidental e hizo carrera contra todo pronóstico, y la de un cachalote del océano Atlántico que, entre sus habilidades (los cachalotes son muy listos, ¿no lo sabían ustedes?), participa de la ventajosa cualidad de telépata significado, con lo que ello puede suponer.

En Europa barroca se da cuenta de la infancia y juventud de estos tres seres, y de sus aventuras a lo largo y ancho del complicado planeta Tierra -incluido el océano-, pero la historia no acaba aquí, ni mucho menos, sino que continúa durante, al menos, otros cincuenta años. Al final los tres llegarán a conocerse..., y muchos se preguntarán, ¿cómo podría darse tan improbable suceso?

Averigüelo leyendo el segundo y último tomo de esta sin igual epopeya, "La aventura de las luces azules". Y para quienes sientan curiosidad por ello, a continuación añado el principio y el final de este libro, que sin duda interesará a más de uno.


-----------------------------------------------------------------------

ESTE ES EL PRINCIPIO:

EL ASTRONAUTA SE PRESENTA
Me llamo Al Ceccato, Al es de Alfred, y estoy aquí arriba, entre las estrellas, y no las de Hollywood, no fuera malo. Hace muchos años, cuando era pequeño, vivía en una casa que tenía enfrente de la puerta dos magnolios monumentales, de esos que aparecen en las guías de botánica, y ahora estoy aquí arriba, entre las estrellas, y no las de Hollywood, precisamente...
Ahora voy a presentarme.
Yo, en realidad, aunque estoy aquí arriba representando a mi país, los Estados Unidos de América, no soy yanqui, ni un poco ni nada, y tampoco soy sureño; yo soy de origen semichino y semifrancés. Mi padre es chino. Nació en la China comunista del siglo pasado y vivió allí hasta bastante mayor, los cuarenta; no llegó a conocer la Gran Marcha, pero casi. El que sí la conoció fue mi abuelo, su padre. La conoció tanto que acabó sus días en un campo de concentración, acabó tísico pasado y nadie le curó, antes al contrario dejaron que se muriera, por rebelde. Esto de ser rebelde está bien, sobre todo de joven, pero hay que saber serlo. Si te va la vida en ello es mejor dejarse de fantasías y tragar con lo que haya, aunque sobre esto ya sé que hay opiniones encontradas porque en este planeta ha habido muchísimos mártires. Unos lo fueron por razones de principio, otros por cabezonería y otros por motivos sexuales; lo de mi abuelo creo que fue por cabezonería. Mi padre, como era un químico muy bueno, logró que le fichara la Standard Oil y se vino a vivir a California, se fue de China por diez años y no ha vuelto; además, dice que no piensa volver. Ahora allí la situación se ha normalizado, ya no hay Grandes Marchas ni cosas por el estilo. Lo que hay es un montón de hamburgueserías, drugstores y gasolineras, y los desiertos de Mongolia parecen el Valle de la Muerte; hasta hay una carretera que se llama Route 69, aunque yo creo que ese nombre se lo pusieron de cachondeo; desde luego hay muchas casas de citas, pues para ello es el lugar ideal. Como es un sitio apartado nadie va allí a fisgar lo que está ocurriendo, o sea que los clientes se sienten seguros, algo fundamental en este negocio, en el que la discreción es todo. Mi padre, además, cuando recaló en América se occidentalizó el apellido. Él se llamaba algo así como Chi-Ka-Tou. No se escribe así, claro, sino con caracteres chinos, pero esto no lo puedo poner aquí, entre otros motivos porque yo no tengo ni idea de chino. No le quedó mal, la verdad, pero todo el mundo piensa que es italiano, o de ascendencia italiana. Bueno, lo piensan antes de verle, porque en cuanto le ven ya notan que es chino o japonés o algo de eso; se nota que es oriental. Mi padre, como no le gustaba la comida de su país de adopción y en cuanto comía algo fuera de casa se le descomponía el sistema digestivo, hizo una recopilación de comidas regionales, eligió lo mejor de cada una y aprendió a hacerlas todas, a cocinarlas, y lo tenía todo apuntado. Sabía hacer cientos de platos distintos de todos los países, armenios, peruanos, lituanos, españoles; chinos también, por supuesto, y tanzanos –su estofado de buey al curry era famoso en la vecindad entera, aunque yo creo que se parecía mucho al guiso de carne nigeriano que lleva caracoles y ñame–, lapones, brasileños como el rodicio, etc.; aquí no los voy a poner todos porque no acabaría nunca, y, además, el que quiera enterarse que se compre su libro, que en las librerías de la Tierra debe de haber muchos. Como sabía tantas cosas le editaron un libro de cocina que se llamaba "A la salud por el cosmopolitismo". El título era un poco largo pero se vendió bien; no había libros como ese en el mercado, así que tuvo bastante éxito.
El chino, mi padre, fue el que inventó un aparato mecánico para cortar las tortillas redondas –como las españolas, por ejemplo– en la cantidad de trozos que uno desee. Es un aparato muy sencillo. Lleva un transportador circular y de su centro parte una cuchilla con una bisagra, una cuchilla que puede girar alrededor de ese centro. Una vez hecha la tortilla, y colocada en semejante artefacto, sólo hay que efectuar unos simples cálculos, o sea, dividir los trescientos sesenta grados sexagesimales que tiene una circunferencia entre los trozos que uno quiera conseguir, así sale el ángulo, aunque lo malo es que a veces hay que usar la calculadora porque no todo el mundo puede hacer estos cálculos de memoria. Por ejemplo, si hay que partirla en cinco trozos, el ángulo debe ser de setenta y dos grados, y si son tres o cuatro, o seis, los trozos, entonces es fácil, eso lo puede hacer cualquiera de memoria e incluso sin aparato. Lo malo es si son trece o diecisiete o veintitrés o cualquier otro número primo o complicado, entonces ya puede usted tirar de calculadora. Casi nunca se parte una de estas tortillas en diecisiete o veintitrés partes iguales, pero esto es lo de menos, así y todo quedaban muy bien cortadas, y el chino, mi padre, estaba muy contento. Luego lo patentó, mandó fabricar mil, para empezar, y se dedicó a venderlos en las tiendas de los pueblos de Wisconsin. Se vendían bien, y eso que en los EEUU no hacen muchas tortillas redondas –yo creo que los usan para las tartas–, pero bueno. Por qué le dio por Wisconsin, no lo sé; lo mismo podía haber sido en Massachusetts.
Yo ahora no tengo huevos, aunque con el aparato de la materia se puede conseguir huevo; en realidad se puede conseguir cualquier cosa, por más que el huevo salga con un extraño aspecto. No sale un huevo normal sino una especie de polvillo amarillo y blanco. Es huevo, y para algunas cosas sirve, pero uno no puede hacerse huevos a la plancha, con lo buenos que son. Eso sí, uno puede decirle a la máquina de qué quiere el huevo, de gallina, de perdiz, de codorniz, de paloma, de avestruz y hasta de cocodrilo, siempre sale un polvillo y lo único que cambian son los porcentajes de los diversos componentes, más grasa, más albúmina, etc., cosas de esas. Cuando uno tiene el polvillo fabricado, le echa agua y consigue huevo batido. A partir de ahí se puede usar para lo que se desee, como un revuelto, por ejemplo.
Mi madre era canadiense, no es que fuera francesa de pura cepa, mucho menos del París de la Francia. Mis bisabuelos eran de una región remota y medio salvaje que se llama Laburdi. Allí todos tienen el rh no sé cómo, de una forma rara, me parece que es como los beréberes, y se distinguen por su afición a la buena mesa. Ocas cebadas a la fuerza con un embudo, esas setas que nacen bajo tierra y se buscan con un cerdo amarrado a una cuerda, langostas a la basquaisse, etc.; todo ello hacía las delicias de mi padre, hizo un verdadero descubrimiento, y algunas de estas recetas las puso en el libro, en particular el bacalao a la bozatesa. Con semejantes antecedentes a mí tenía que haberme gustado mucho la cocina elaborada, pero la verdad es que no me atrajo nunca. De pequeño sólo comía pollo criado con harina de pescado. La cebolla, ni verla. Del ajo o los pimientos para qué voy a hablar. Las legumbres eran mi principal horror, ni siquiera las tragaba como puré, y al arroz chino y a la fruta los odiaba a muerte. Por eso, cuando hice el examen físico, los ingenieros me dijeron que padecía unas carencias alimentarias propias de los individuos aborígenes de la Tasmania Occidental –ya no quedan, porque los europeos, en la época de los descubrimientos, en el siglo XVIII, se las apañaron para matarlos a todos–, aunque a esto le puse remedio rápidamente. Me dediqué seis meses a nutrirme a base de la mejor dieta que hay, la dieta mediterránea. En seis meses me comí medio buey, decenas de kilos de lenguados y muchísimas judías. Al principio me las comía con azúcar –esto es lo que hacen los ingleses, según creo–, pero luego, a fuerza de experimentar y siguiendo los consejos de mi padre, descubrí que como están buenas es con longanizas. El resultado fue que engordé unos quince kilos, y claro, me volvieron a suspender las oposiciones en la prueba física: no pude correr los cien metros en menos de dieciséis segundos, y eso que lo intenté tres veces. Esto sucedió la segunda vez que me presenté, pero la tercera ya aprobé.
Mi madre, aparte de ser de origen medio francés, después de tenerme a mí empezó a sufrir de desarreglos del sistema nervioso central que se le tradujeron en graves deficiencias inmunitarias: se volvió terriblemente enfermiza. Cogía cualquier enfermedad, cualquiera que se le pusiera a tiro, y todo ello causado por los nervios, ese mal para el que no existe cura. Por ejemplo, ahora que estoy aquí, entre las estrellas, y mi situación se ha trocado en difícil y forzada estadía en los espacios exteriores, ha cogido la pelagra. Ya sé que agarrar la pelagra es difícil, muy difícil. De hecho, si te alimentas bien resulta imposible, pero para que vean que lo que estoy diciendo es la pura verdad, que mi madre puede pillar cualquier cosa a causa de los nervios, lo anoto: mi madre ha cogido la pelagra, y los médicos le dijeron, vamos, se lo dijeron a mi padre, que ello se debía a esta nueva situación familiar, mi comprometido hospedaje entre las estrellas.
Mi padre, el chino, escribió una vez un libro, un libro de cocina, pero aquello fue más bien una recopilación de fusilamientos y tampoco lo escribió él, ni siquiera literalmente, pues lo pasó a máquina una secretaria que tuvo en casa durante una temporada. En la época que cuento mi madre resultó afectada de malaria, y como se suponía que aquella enfermedad estaba erradicada del planeta, se la llevaron al hospital para analizar las causas. La malaria es muy peligrosa, muy contagiosa. Puede causar una de las diez plagas bíblicas en menos que canta un gallo, y con estas cosas no se puede jugar porque los políticos arriesgan su carrera; el motivo tampoco es otro, no se me entienda mal. Cuando a mi madre la llevaron al hospital, mi padre –en la vecindad le decían el chino– se trajo a la secretaria a vivir a casa para que no tuviera que venir todos los días porque debía de vivir algo lejos; además cocinaba muy bien, y eso siempre es interesante, sobre todo si te está mecanografiando un libro de cocina. Yo entonces tenía once años e hice mis primeras armas con ella, con la secretaria de mi padre. A mí no me daba ningún cargo de conciencia. Lo que hay que procurar es que de estos asuntos no se entere nadie, pero allí no fue el caso porque la verdad es que no hicimos nada, nada gordo, se entiende, sólo alguna broma. Como estaba escribiendo en un teclado que estaba encima de una mesa, me sentaba en sus piernas –esto lo hacía cuando no estaba mi padre, cuando estaba en la fábrica, que era por las mañanas–, bueno, pues alguna vez me sentó entre sus piernas y me decía, ¿quieres que te enseñe a escribir? Mira, esta es la e, tú le das a esa tecla y aparece una e en la pantalla; esta otra es la s, y mira, sucede lo mismo, ya tienes ahí la s; esta de encima es la t y esta la u, esta la p, etc. Así estuvimos un rato y al final teníamos la palabra estuprar. A mí no me pareció una palabra que tuviera que ver con los libros de comida, pero no dije nada. Entonces ella empezó a reírse estruendosamente y a abrir y cerrar las piernas a toda velocidad, pero como llevaba pantalones no sucedió nada digno de mención, y luego se quedó quieta y me dijo, ¿tú no sabes lo que es estuprar? Yo no tenía ni idea, así que dije, no, ni idea, y me quedé mirándola. Lo dije así para que me lo explicara, a lo mejor me lo explicaba, pero no se me arregló, por lo menos aquella vez, la primera, porque no debía de ser la mejor ocasión. Era tarde, como la una, y mi padre podía aparecer en cualquier momento.
Yo, hasta que tuve veintiocho años, fui dentista; lo mío no era lo de astronauta, eso se me ocurrió de mayor. Yo era dentista, dentista de verdad, odontólogo, no mecánico dentista, pero yo no soy un sádico, no me gustaba nada lo de hacer daño a los demás, y cuando eres dentista siempre estás haciendo daño a los demás y eso es un corte. Los primeros años no, claro, los primeros años te limitas a cobrar y a vivir, y si haces daño a la gente ni te enteras. Durante los primeros tiempos, durante el aprendizaje, no te das cuenta de nada, pero luego, cuando ya tienes una clientela establecida, una clientela fiel, todos esperan de ti milagros, aunque algunos, cuando se sientan en el sillón, en el potro, no quieren ni abrir la boca; otros vociferan y los más protestan, y mientras tanto el reloj sigue corriendo. A veces te dan ganas de matar a alguien. Además, todos te riñen. Doctor –te llaman doctor–, que usted me dijo..., es que el puente..., y ahora qué hacemos..., resulta que mordí una manzana... Cuando eres dentista te tienes que proteger, lo que sucede casi siempre que eres médico. Yo tenía un amigo que era ginecólogo y decía que adivinaba el sexo de los que iban a nacer. Lo que hacía era preguntarle a la futura madre lo que prefería, mostrarse de acuerdo con ella y, a continuación, apuntar en la ficha médica lo contrario. Si la madre acertaba nadie le decía nada, pero si no, sacaba la ficha y proclamaba, ¿ve usted?, lo que yo le dije, niño, y niño ha sido. Esto de ser médico te obliga a utilizar la astucia, qué remedio, a la fuerza ahorcan.
Bueno, yo era dentista, pero como me reñían mucho, y eso que era bueno, yo creo que no pegué más de diez o doce infecciones a mis pacientes en cinco años que estuve ejerciendo (eso es muy poco; sale a una cada seis meses), lo dejé, y al dejarlo pensé, y ahora qué hago, ya tengo casi treinta años, ya que no voy a ser dentista tendré que pensar en algo diferente. Un día vi en el periódico que la NASA andaba buscando futuros astronautas, gente que quisiera ir al espacio, lugar al que te suelen mandar a reparar satélites y otros asuntos menores, nada comprometido, así que me apunté a unas oposiciones, y ya en el primer examen me suspendieron; fue cuando me dijeron lo de que parecía de la Tasmania Occidental. La segunda vez estaba completamente fuera de forma y no fui capaz de correr los cien metros en menos de ya ni me acuerdo cuánto tiempo, y eso que lo intenté varias veces, pero a la tercera fue la vencida, a la tercera aprobé. Lo malo fue que entonces tuve que hacer la mili. Si aprobabas las oposiciones de astronauta tenías, lo primero, que hacer la mili, eso que ya no hace nadie, pero era obligatorio, así que pasé tres meses en un campamento en las Montañas Rocosas en donde nos enseñaron a disparar. Yo ya sabía porque tal actividad en mi país es gratis; todo el mundo sabe disparar, o casi todo el mundo. Incluso hay una ciudad –bueno, no pasa de ser un pueblo– que se llama Gun City, la Ciudad de las Armas, en donde están todo el día tirando tiros, entrenando, y los padres que son muy aficionados llevan a sus hijos pequeños, hasta de cuatro y cinco años, para que se vayan familiarizando con el negocio. Los pobres se deben de quedar medio sordos, pero eso a los padres no les suele importar. Lo que les interesa es que se vayan haciendo a la idea de lo que hay por la calle, de lo que se van a encontrar cuando sean mayores. La mayoría son wasps, claro. Negros o latinos casi no hay; algunos sí, pero pocos.
Otra cosa que aprendí en aquel campamento fue que en esta vida nadie quiere trabajar, y mucho menos tus jefes. De lo que se trata es de hacer tú su trabajo, o si no puedes, por el motivo que sea, que no sepas, o que no te dejen, resolverles los asuntos domésticos, limpiarles el coche, llevar a los niños al colegio, regarles el jardín, en fin, se pueden hacer muchas cosas; beber cerveza delante de ellos no, eso no les gusta, ni tampoco que te dirijas a sus mujeres. Yo no veo que sea nada malo ser amable con la gente, pero hay algunos que se disgustan, te miran de mala manera y le dicen al administrador que te ponga guardia un día sí y otro no, ya va a ver este listo, y como lo de las guardias es una faena, sobre todo en invierno, de las mujeres es mejor mantenerse apartado. También interesa hacer mucho la pelota: buen tiro, mi capitán, se ve que tiene usted una magnífica puntería, le ha dado al águila imperial en toda la cabeza; a la orden, mi teniente, etc.; decir muchas cosas de esas.
Yo, de todo esto, me enteré en el servicio militar, porque cuando era dentista no tenía jefes, sólo tenía subordinados, es decir, subordinada, ayudante. Tenía una enfermera que también hacía de secretaria, cogía los recados, recibía a los clientes y los pasaba a la salita de espera, y cuando la intervención se complicaba venía a poner la servilleta al paciente, a meterle el aspirador o a darle el vaso de agua, y a veces, entre cliente y cliente, o sea, nos metíamos en la parte de atrás y nos echábamos mutuamente un polvo vertiginoso, urgente, una cosa rápida. Yo entonces tenía unos veinticinco años, de forma que tampoco es tan raro, y ella debía de tener algunos más, no sé, a lo mejor ya tenía treinta. Además estaba casada, pero no importó porque lo que hacíamos nunca se lo contamos a nadie.
Cuando acabé la mili, y tras unas vacaciones de dos meses, me mandaron al Centro Especial de Entrenamiento, que fue la primera fase de todo aquel largo asunto. Yo no creí que fuera tan complicado, creía que iba a ser mucho más sencillo, pero me tuve que conformar, porque si vas a ser astronauta –o te vas a dedicar a cualquier otra profesión– tienes que pasar por el aro, es ley de vida.
Lo primero que nos hicieron en el Centro Especial de Entrenamiento fue un examen médico a fondo. Se suponía que todos los que llegábamos lo hacíamos en un estado de salud excelente, pero allí no se debían de fiar y nos sometieron a varias sesiones de tortura que no le deseo ni al indio Satanás; el indio Satanás no es mi principal enemigo, pero casi. Diría que si uno se imagina cuantos agujeros tiene el cuerpo humano, y lo que se puede profundizar en ellos, se puede hacer una cierta idea –esto lo dijo el legendario Glenn–, y el motivo de fondo no es otro que el de asegurar los detalles. Luego resulta que uno se sube allá arriba, y cuando está en plena faena le da la peritonitis... Si te acomete semejante dolencia y no tienes abierta la ventana del aterrizaje, ya puedes ir despidiéndote, de forma que para evitarlo te hacen vivir lo de la centrifugadora, la piscina o las condiciones de gravedad nula, pruebas todas ellas muy movidas, mucho mejores que lo de las barracas de feria, ejercicios mucho más completos.
Con ello estuvimos cerca de dos años –no es una carrera de ingeniería técnica, pero casi–, al cabo de los cuales empezamos a subir en aviones como paso previo a lo que había de venir después, los vuelos estratosféricos en sí. De los vuelos normales, los que hicimos en avión, no hay mucho que decir. Allí aprendí yo a tirarme en paracaídas, industria que nos enseñó un sargento a base de patadas en el culo. Era un sargento mayor con el pelo al cero y voz de trueno que no se andaba con rodeos, sobre todo con los novatos, porque la verdad es que, al menos la primera vez, si no te animan un poco, no te tiras. Te sientes tan inseguro, tan en el aire..., como esos turistas que aún se atreven a pasear en descapotable por ciudades de países extranjeros; nunca se sabe si te va a caer una piedra o una bomba de mano casera desde un balcón. A mí esto no me ha ocurrido nunca, pero una vez tuve una novia que me contó que, cuando estaba en la guerrilla, hacía cosas parecidas, y teniendo en cuenta lo que sé de ella, me lo creo.
Una vez sobrepasada esta etapa comienzas a montar en los camiones, los camiones espaciales, que no son los de la basura pero lo parecen. Te suben hasta unos mil kilómetros por encima de la superficie terrestre, y allí te hacen salir al exterior embutido en uno de esos trajes que aparecen en los noticiarios. Visto en la 3D aquello parece muy divertido, sobre todo con ese fondo tan bonito de la Tierra azul y blanca vista desde el espacio. Parece que el que está dentro del traje lo está pasando muy bien con los alicates y las llaves inglesas, incluso saluda a la cámara con torpes movimientos de la mano, pero la realidad es muy otra. El traje es sumamente incómodo, lo que quizá esté causado por el evacuatorio químico, y cuando vas a mover un dedo, y no digo nada de si es un brazo o una pierna, tienes que pensarlo. A veces intentas mover un pie y resulta que lo que has movido es la cabeza; luego echas una mano y se disparan los riñones... En fin, ya digo que es un lío y no me voy a extender.
Yo, como era muy bueno en estas labores, saqué uno de los primeros números de mi promoción y de inmediato me hicieron firmar unos contratos leoninos en los que se especificaba que debía subir al espacio tres veces por año, lo que implicaba un entrenamiento continuo –todos los días debía caminar al menos ocho kilómetros, por ejemplo–, y en los ratos libres, o sea, entre vuelo y vuelo, trabajar haciendo relaciones públicas, dando conferencias y todo eso, para nuestra empresa madre. Esto quizá se debía a que, por lo menos según algunas mujeres, no soy mal parecido del todo, no sé, a lo mejor fue algo de eso, porque al pobre Pancratos, el que todo lo puede, que tenía varias verrugas en la cara y le encantaba hablar, no le querían ni ver, no, usted ya dará conferencias en cuanto tengamos alguna en un zoológico, no se preocupe que ya le avisaremos. Esto se lo decía el oficinista trescientos catorce –llevaba el número en una etiqueta prendida en el bolsillo de la camisa, y me acuerdo de él porque son las tres primeras cifras de pi–, que tenía muy poca caridad. Pagaban bien, eso sí, pero no sé si compensa, y a veces pienso que tenía que haberme ido a una isla desierta o haber conseguido una pensión del systema. Eso no es tan fácil en los USA como en algunos países de Europa, pero si te sale bien no vuelves a trabajar nunca. Claro, que esto ya no tiene remedio, y lo de la isla desierta en cierto modo lo he conseguido; lo que no sé es cuanto duraré aquí.
Luego, cuando ya llevaba tres o cuatro años subiendo y bajando a las capas altas de la atmósfera, me seleccionaron para algo mucho más gordo, a mí y a otros cuarenta y siete. Todo empezó cuando decidieron explorar el Ulises, un oscuro y acabado cometa pequeñito que habían descubierto veinte años atrás, un cometa de tercera o cuarta fila en el final de su vida, no más que un guijarro volante, ¡mi inaccesible isla desierta!, pero a los mandamases del mundo científico les pareció el objeto del deseo, una ocasión única para conservar sus empleos unos años más, y organizaron una expedición, que tal fue el motivo de que me encuentre en este lugar. Ahora todo el planeta me conoce, todo el mundo sabe mi nombre, Alfred, aunque algunos me llamen robinsón estelar –esto es en plan héroe cósmico– y otros el colgado de la gravedad.
Toda la aventura, desde su principio, fue una continua chapuza, así que tampoco me sorprende lo que ha sucedido. Ya en la selección de personal hubo múltiples errores e irregularidades, y yo aparecí en una lista, la de los suplentes, en donde no debía haber estado, y luego, durante los largos y tediosos entrenamientos, que hicimos en la Antártida, hubo una noche un incendio causado por un exceso de calefacción en uno de los barracones. Como se llevaban mujeres, a veces hasta en helicóptero, para que la gente no se acabara peleando, el alcohol –y las anfetaminas, y el paracetamol, y el alprazolan y tantas otras sustancias– corría como el agua en las torrenteras de los deshielos primaverales, y los del control perdían completamente los papeles con el resultado previsible. En una de aquellas orgías polares se incendió una de las calderas y nadie se dio cuenta hasta que ya no se pudo hacer nada, porque los que vigilaban por los monitores estaban con unas suecas que habían llegado por la tarde. Eran de una misión científica que había cuarenta millas al oeste, pero ellas robaban uno de los cremalleras que tenían en la base para los desplazamientos y, tras una hora de traqueteo, llegaban adonde estábamos nosotros y se quedaban hasta que amanecía. En fin, esta es una forma de hablar, porque ya saben ustedes que en los polos en invierno no amanece, es siempre de noche, pero se quedaban hasta que daba la hora de incorporarse al trabajo, hasta un poco antes. Los grandes jefes vivían en unas construcciones que estaban algo apartadas y se suponía que no se enteraban de nada, pero yo más de una vez vi alguno por allí, y además las suecas decían que no les gustaban los suecos, no, hombre, demasiado rubios, mucho mejor los negros, y allí otra cosa no habría, pero lo que es negros... Bueno, pues en el incendio hubo varios heridos e intoxicados, sobre todo por quemaduras causadas por el hielo. Como nos tuvimos que salir al fresco en plena noche polar, y más de uno, y de una, iba desnudo, la enfermería al día siguiente rebosaba, y el que iba a ser el comandante de la misión, que era de los más lanzados en esto de las chavalas, se congeló los pies, no se los cortaron de milagro, de resultas de lo cual se corrió el escalafón y a mí me incorporaron al grupo de futuros exploradores del cometa.

------------------------------------------------------------------------
... continúa durante unas 350 páginas, y finaliza de la siguiente manera:

------------------------------------------------------------------------

¿Qué más quieren que les cuente? Juan Sebastián se había muerto, los ets desaparecieron y no se volvió a saber de ellos, y María ya había crecido, era mayor y hacía mucho tiempo que tenía su vida, incluso su propio hijo. Los demás también se fueron quedando por el camino. Su amigo Louis llegó a viejo, pero un día recibimos la noticia de su desaparición, aunque aquello no le afectó demasiado porque cuando eres viejo sabes que estás expuesto a quedarte solo, y su otro amigo, Javi, el experto en fabulosas construcciones, se ahogó tiempo atrás en una de sus correrías marítimas; un día cogió la canoa y no se le volvió a ver. Yo estuve quince años en el fondo del mar y no me sucedió nada, pero el mayor y él se fueron a dar un paseo en piragua y se los tragaron los vientos. Mis hermanos nunca aparecieron, ¿se los comería el jaguar americano, como pensé a veces?, a lo mejor, y Alfred, el astronauta medio chino, el astronauta del Ulises, duró mucho, casi tanto como Eduguá, y durante todos aquellos años llevó a cabo muchísimas bromas de las suyas, lo leíamos en los periódicos y nos reíamos. ¿Sabes la última de tu marido en las ondas electromagnéticas? No sé con quién vivirá, pero guarda el foie en la caja fuerte, lo dice aquí, y eso que de pequeño sólo comía pollo alimentado con harina de pescado, siempre fue un pitiyanqui, y hasta Ton, Easymonde el incorruptible, se fue y nos dejó solos, ya no quiero más tierra que la de los gusanos.
Los personajes que pasaron por estas páginas han desaparecido todos. Claudia aguantó hasta el final con los suyos, los matemáticos. No escurrió el bulto ni mucho menos, y sus descendientes, a los que sólo conocí de oídas, ¿serán ellos gente de las estrellas...? Sí, seguro, y si no lo serán los que vengan detrás, y Pepe y Petra –¿se acuerdan ustedes de Pepe y de Petra, los posaderos del fin del mundo, a quienes muchas veces, cuando ya éramos mayores, fuimos a visitar?– están enterrados en el desierto cementerio de su pueblo de la Costa de la Muerte bajo calizas lastras arrancadas al acantilado. El pueblo pesquero estaba abandonado, y tan sólo dos o tres vecinos, tan viejos como nosotros, nos dieron razón de lo que fuimos a preguntar aquella última vez. Ya sólo quedo yo, criolla; yo, dientimellada y tocada por el dedo de los extraterrestres; yo, marciana o neptuniana, no lo sé muy bien; yo, bicho raro, la del fondo del mar, aunque de aquello nadie se acuerde. Los libros de historia hablan de ello, sí, pero ¿quién lee los libros de historia?
María no está aquí, ahora vive en la Ciudad de las Luces. No está lejos, pero tampoco es para venir todos los días, así que lo que hace es venir todos los meses en el tren; esto del tren no es literal, pero lo digo así para que ustedes me entiendan. Viene y se queda unos cuantos días. Dice que no soporta ser una persona importante, que se va a retirar en cuanto se lo permitan y que lo único que quiere es poder estar otra vez a solas con su instrumento. Hay que cambiar de ocupación cada veinte años, por lo menos, lo dicen todas las reglas del Universo, y me parece que a ella le gustaría irse de la Tierra; no la van a dejar pero da igual, lo piensa. Yo no, yo ya no pienso en nada, ¿adónde iría a estas alturas? Yo me moriré aquí abajo, eso es seguro, y en seguida, y los que vengan detrás..., como nuestro nieto, porque nosotros tuvimos un nieto, ¿lo oyeron antes?, el mencionado Ulises. Después de mucho pensarlo María le puso un nombre poético, Odiseo, Ulises, porque es seguro que la vida de este ser estará llena de peripecias. Las cosas ya no son como eran. En los últimos cien años todo cambió mucho, sí, pero ni punto de comparación con lo que va a suceder a partir de ahora; las estrellas son infinitas y están muy lejos. ¿Qué encontraréis allí? Tu vida será una odisea, de forma que para que te vayas habituando te llamaré Odiseo, aunque a tu padre no le guste. ¿Llegarás a las estrellas? Lo veremos, pero en todo caso yo te podré dar desde aquí alas con mi violín...
Ya no hay nadie, nadie habla, nadie dice cosas, nadie cuenta sus aventuras, Eduguá y los demás se fueron, se han ido todos. Yo sigo en la luminosa granja isla, sólo que ahora con un poco de reuma; claro, de tanto estar metida en el agua... Encorvada no estoy mucho, y las constantes vitales las mantengo dentro de unos límites que son la admiración de la vecindad...
No me miren, no digan nada, ya sé que somos todos muy viejos, la isla granja parece un asilo; mejor. Cuando vienen Perico, Gerry, Juan y las otras, siempre hay que decir lo mismo, qué es eso de irse todos al baño, ja ja, parecemos tontos, yo ya lo dije una vez, venga, no vamos a disimular ahora, sacad las pastillas, todas las pastillas encima de la mesa, nada de ir al baño a esconderse, a ver qué tomas, no te ocultes... Aquí somos todos muy mayores, bueno, los que quedamos, porque los demás se murieron..., pero es bien cierto que yo no tomo pastillas ni me doy rayos de ninguna clase porque tengo una conexión mejor. Lo que yo tengo es un Pittosporum selvaticum que, de momento, me está ayudando en lo que puede. Durante mucho tiempo tuve una pila de bismuto a mi servicio, lo recordarán, pero ahora tengo un Pittosporum selvaticum que es una máquina mucho más perfecta que una pila atómica en miniatura, y lo más probable es que dure más que yo; eso me tranquiliza.
Yo estuve amaniguada toda mi vida, sí, y arrimándole coplas a quien pude... Siempre lo hice, aunque en el fondo del mar me convirtiera en una niña, eso ya lo dije demasiadas veces, nieta de esclavos que llegó a lo más profundo, si bien esto no es ningún timbre de gloria porque todos somos nietos de esclavos, alpargatúos nietos de esclavos de la materia..., pero ahora ya acabo porque sé que lo que ustedes querían es que les narrara lo que sucedió con esta historia, cómo acabó esta historia, misión cumplida, y esto lo digo excusándome por haberme ido tantas veces por las ramas. Todo ello se lo dicté a la máquina, y espero que no haya puesto muchas faltas de ortografía, aunque si las ha puesto, ¿qué importa?, se entenderá lo mismo porque este fue un grandioso drama per música profusamente orquestado, una historia complicada y sinuosa sobre criaturas que heredaron diversas clases de sabidurías, un tipo confuso y contradictorio aunque cabal habitante de su tiempo, un cachalote del océano Atlántico, un dentista que vivía en un cometa y yo misma, una negra como cualquier otra. También aparecían las familias y los novios y novias de todos, y las pasiones incontroladas; aparecían hasta los extraterrestres, y dicho así parece de risa. Los sucesos se pueden contar de muchas maneras, pero a fin de cuentas el que más razón tenía era mi novio, el de la termodinámica: todos somos sus siervos, amén.
A lo mejor algún día las cosas cambian para los seres humanos, como cambiaron para aquellos que en un ya muy lejano tiempo consiguieron reducir el fuego a la obediencia, o incluso los europeos del siglo XVIII que inauguraron la Era de las Máquinas; a lo mejor algún día dejamos de ser esclavos de la materia, ¡quién sabe!, pero mientras ese momento llega... Sí, es lo que les decía, ya no queda nadie, hasta el hijo de María, Odiseo, Ulises, se fue a las estrellas... Mejor, era lo lógico, ya nos lo anunciaron, lo mismo pasó con la mayoría, la Humanidad ha vuelto a las estrellas, al final todos hemos cumplido nuestra función.


En el Reino de los Sueños, al principio del siglo XXI



CONSUMACIÓN
Aquí concluye la sin igual aventura que nos inspirara la Europa barroca, cuando todos nuestros amigos murieron..., pero no se extingue el más fabuloso de los fenómenos que este planeta vio producirse, la clase de vida que conocemos, ni la evolución de la materia. Aquí finaliza la existencia de nuestros amigos, sí, pero queda la de sus descendientes, como Odiseo, Ulises y sus coetáneos, que en un futuro también serán Reyes de los Cielos, al menos para algunos seres vivos tan ignorantes como nosotros mismos cuando fuimos visitados por los que nos correspondieron durante un segundo de su tiempo.
¿Y después...? Cabe que si usted siguió el desarrollo de los acontecimientos desde su comienzo haya concebido falsas esperanzas en lo que se refiere a los últimos actos del Grandioso Drama que se representa en el Teatro Universal, el futuro que espera a la inteligencia, incluidas manifestaciones tan revolucionarias como las de las luces azules..., pero intentemos decir una vez más la verdad: al Universo sólo le quedará la Muerte Térmica o la Inversión de Principios, ¿quién puede saberlo?, y tras ello, suceda lo que suceda, todo será olvidado, hasta las Pirámides y las cuevas prehistóricas.
De cualquier forma, y por lo que a nosotros toca, gracias por este notable intervalo en el que fue posible la vida. Gracias a Bach, por supuesto, pero también a Newton, a Cervantes, a Spinoza, a Goya..., a tantos otros que no conocimos, anteriores y posteriores, y a Eduguá, la negra y el cachalote, que entre todos y con sus esfuerzos hicieron posible aquello tan famoso de "el corazón, la boca, el acto, la vida".

(Nota final: "El corazón, la boca, el acto, la vida", descriptiva e inconfundible expresión que lo resume todo, no es sino el título de la cantata BWV 147 del gran amigo de todas las personas, Johann Sebastian Bach).

El principio

_

TROZOS DE MIS LIBROS


Lo que va a continuación es el principio de una de mis novelas. Se llama "Europa barroca" y está disponible al público. Si pagas, te mandan a casa dentro de un sobre el libro impreso; es un libro de bolsillo como los que se compran en las estaciones, pero más divertido.

El enlace para examinarlo es:

http://www.lulu.com/content/511860


--------------------------------------------------------------------------------------

EL PRINCIPIO

Aldy, el tío Aldy, era hermano de mi padre, y digo era porque murió hace algunos años de una pancreatitis fulminante; descanse en paz. Mi tío Aldy era el mayor de cuatro hermanos y el más bestia de los cuatro. Mi tío Aldy y sus tres hermanos, mi padre, el tío Eduardo –que, además, era mi padrino– y el tío Juan, el pequeño, no trabajaron nunca porque no les hizo falta, pero ellos decían que si no lo habían hecho era porque estaba mal visto. Esta era la típica broma familiar, y cada vez que se traía a colación las carcajadas se oían tres o cuatro pisos por encima y por debajo. Los vecinos, cuando los había, no decían nada porque ya estaban acostumbrados.
Mi padre y sus tres hermanos heredaron tal cantidad de dinero de su padre, mi abuelo –aunque en realidad fue de su madre, mi abuela, quien a su vez lo había heredado de su padre, mi bisabuelo–, que se pasaron la vida dando tumbos a lo largo y ancho del planeta, y eso porque entonces todavía no habían comenzado los viajes siderales, que si los hubiera habido habrían dejado sus huellas por todo el Sistema Solar.
Mi abuelo era de Burgos, de un pueblo de Burgos que está por la parte de la Bureba. Eran dos hermanos, mi abuelo y una chavala; de mayor debió de ser una señora, pero en las escasas fotos que había en casa, fotos de los años treinta del pasado siglo, no pasaba de ser una chavala. De joven se casó con un argentino medio italiano y se fue a vivir a Argentina, de donde nunca volvió. Los que sí volvieron fueron sus descendientes, y hoy en día siguen haciéndolo, aunque yo ya no los veo mucho. Cuando yo era pequeño, un verano sí y otro también aparecían por casa unas señoras desconocidas, e incluso hijos suyos que eran de la edad de mi padre y mis tíos, con un hablar meloso, muy simpáticos todos, que decían que venían a conocer a la familia, de la que nosotros éramos los únicos miembros europeos. Debían de ser unos pastas, porque contaban que allí, en su tierra, en Argentina, en una provincia del norte que se llama Misiones, tenían una finca con plantaciones de té que para recorrerla había que ir en avioneta, y cuando venían reunían a todos los que podían, tíos, sobrinos, etc., y nos llevaban a comer a sitios fantásticos, Lhardy, el Ritz, sitios de esos, cerraban un comedor y organizaban un banquete pantagruélico. Esto lo hacían todos los veranos. Luego se iban a Viena, a Italia, a Praga, se hartaban de hacer turismo. En Navidad mandaban christmas y fotos del verano, de los banquetes, en donde salíamos todos.
De mi abuelo, aparte de estos recuerdos familiares, poco puedo decir. Era músico, pianista, tenía barba, comía alubias y merluza todos los días y daba conciertos, es todo lo que sé, aunque la vena musical se transmitió a sus descendientes porque en mi familia hubo unos cuantos músicos. El tío Juan pasó por una temporada en la que le dio por tocar la flauta, y tocaba bastante bien, y Pedrito, mi sobrino, fabricaba instrumentos; inventó un aparato que era medio guitarra y medio zanfoña, y lo tocaba a veces con los dedos y a veces incluso con arco. El Cacho Madera, mi hermano, también tocaba el piano, aunque en comisaría, y yo mismo estuve haciendo de hombre-orquesta una temporada, pero de eso ya hablaremos cuando llegue el momento. De mi abuelo no me acuerdo en absoluto porque no llegué a tiempo de conocerle.
Mi abuela... De ella sí me acuerdo. Era colombiana, muy rara, negra arrubiada, medio india, medio criolla o medio cuarterona, nunca lo supe, nunca lo entendí, pero por lo visto es lo que en castellano se conoce como tentenelaire –o algo por el estilo–, por lo que en la familia todo el mundo la llamaba Tente y asunto concluido. Mi abuela Tente era impresionante. Había llegado a medir más de uno noventa, y de mayor, aunque no tanto, seguía siendo muy alta. De joven había jugado a un deporte entonces no muy conocido, el baloncesto, e incluso fue campeona de algo en cierta ocasión. Su padre, o sea, mi bisabuelo, era un ricacho colombiano que decía que había hecho todo su dinero con el café, aunque cuando se bebían muchas copas, como en la tarde de Navidad, sus nietos se caían por el suelo de risa con la historia del café y los cafetales, sacaban unas maracas y acababan cantando a voz en cuello aquella de, "cuando la tarde languidece y bajan las sombras...", o sea, la de Moliendo café, o si no la de, "ay mamá iné, ay mamá iné..., todo lo negro tomamo café". ¡Buenos eran mis tíos...! Mi abuela Tente, que era muy alta y tenía unos hablares muy dulces, cuando la cabreaban sacaba a relucir su genio y se liaba a dar gritos. Llamaba a sus hijos inútiles, chapetones y zarrapastrosos, amenazaba con desheredarlos, y una vez, precisamente en una de aquellas comidas navideñas, hizo venir a casa a las seis de la tarde a un notario y se lió a redactar un nuevo documento en el que testaba a favor de cierta secta que existía entonces y de la que no voy a decir el nombre para no dar pistas. El notario, por cierto, que tenía el bigote blanco, hacía unas reverencias... ¡Y luego dicen de los notarios!
Mi abuela Tente... Bueno, ya hablaremos luego de ella. Yo estaba contando la historia de su primogénito, mi tío Aldy, el hermano mayor de mi padre, pero ahora que lo pienso, tampoco era eso, me estoy expresando mal. La que estoy contando, en realidad, es mi historia, estoy empezando a contar mi historia, y mi historia, aunque resulte muy novelesco y como traído por los pelos, comenzó con un milenio, justo con el comienzo del tercer milenio según el cómputo occidental, porque yo nací –aunque ya digo que parece un poco rebuscado– un cuarto de hora después de que comenzara, sí, y bien medido, medido según las normas de nuestro habitual calendario gregoriano, ese que usamos todos los días. Lo de mi tío Aldy, que fue el causante de que yo naciera precisamente cuando nací, fue como sigue.
Mi tío Aldy sentía una gran afición por los animales. Su casa, un piso enorme con piscina en la terraza, estaba llena de gatos, de pájaros de todas clases, gorriones, palomas, perdices, unos en jaulas y otros sueltos, incluso tucanes y guacamayos multicolores, azules, verdes, rojos, guacamayos que volaban de un lado para otro, se posaban en las esquinas de los marcos de unos cuadros gigantescos que debían de valer un dineral y se peleaban continuamente; también de tortugas que vegetaban en el pasillo e iguanas enanas que se arrancaban las colas como si fueran lagartijas... Los perros los tenía en el campo, en varias fincas a las que a veces iba a cazar y en donde criaba faisanes, perdices, pollos, cerdos, venados y hasta bisontes. Sí, bisontes, bisontes que había traído de América del Norte, bisontes como los de las antiguas películas del oeste y a los que intentó cruzar con vacas, aunque, según creo recordar, sin mucho éxito, porque en los cruces el vástago es muy gordo y al salir desgracia a la madre. Los cerdos del tío Aldy, por su parte, no eran como los cerdos negros de Indefatigable, que sólo comen aguacates y cuyos jamones lo más seguro es que sepan a guacamole, no; los cerdos del tío Aldy eran cerdos granilleros, cerdos de verdad, cerdos negros criados en el campo a base de bellotas y castañas.
Y, por supuesto, caballos. Los caballos, como le sucede a tanta gente, fueron su pasión. Llegó a tener un hipódromo en una finca, un hipódromo reglamentario, y clínica, clínica para los caballos, con quirófano. El quirófano se lo trajeron de Alemania, y por lo que oí luego, cuando me hice mayor, llegaban caballos para operarse de todas partes. En una finca con hipódromo y quirófano, ya se pueden imaginar, las instalaciones eran de superlujo. Cada caballo tenía su casita –las llamaban boxes–, su cuidador, sus horas de paseo, su comida especial..., y para inaugurar semejante instalación organizó una fiesta que había de hacer época, una fiesta que debía ser recordada por los asistentes por los siglos de los siglos. Mi tío Aldy era un poco exagerado, desde luego, y bastante fantasma, pero por otro lado también hay que pensar que tenía dinero de sobra para permitírselo.
El tío Aldy, que quería pasar a la historia como fuera, inauguró aquellas vastas instalaciones en una fecha señalada, el 31 de diciembre del año 2000. El programa que había ideado era completísimo, y del público asistente no digamos nada. Vinieron varios políticos de renombre nacional, ministros, un portavoz parlamentario, el delegado del gobierno de la provincia, algunos alcaldes de los pueblos cercanos, tres o cuatro vedettes de todos los sexos –entre ellos, un cura que salía en la tele–, media docena de artistas adscritos a los diversos grupos de presión, otros cargos oficiales variados y, por supuesto, la familia en pleno, todos ellos, como es lógico, acompañados de sus respectivas esposas, en su caso, o queridas y queridos, que de todo había.
A las once de la noche, dos horas antes del paso por el meridiano –porque el tío Aldy era muy meticuloso y tenía la finca prácticamente encima del meridiano de Greenwich, aunque aquello fuera un poco de casualidad–, hubo una recepción de invitados con bebidas, e, imagino, otras clases de drogas, en la descomunal casa de la finca. Luego un concierto en el que se iba a tocar la "Música para los Reales Fuegos Artificiales", acompañada, claro está, por los inevitables fuegos. A aquellos efectos había contratado a una orquesta que tocó la suite completa, sin dejar nada y haciendo las pausas como las escribió Haendel, y a una compañía que, encabezada por un francés con chistera, se iba a ocupar de lo de la pirotecnia. Acabada la música y los fuegos, una hora antes de lo de la medianoche oficial, los invitados entraban a cenar, pero, ¡sorpresa!, la cena iba a ser en una de las cuadras, la más grande, que aún no había sido habitada por los caballos. Los invitados e invitadas debían uncirse al pesebre con la cebilla –o como quiera que se llame a tal pieza–, y allí, amarrados como caballos, o como vacas, cenar; los camareros pasarían sirviendo a todo el mundo, etc. Así de bestia era mi tío Aldy. Sin embargo, tal proposición fue muy bien acogida por el público presente y nadie puso objeciones, más bien al contrario, aunque tampoco hay que perder de vista que el alcohol –y las otras drogas, como decíamos–, habrían hecho su efecto.
–¡Hay que ver, qué original!
–Sí, ¡vaya manera de recibir al Milenio...! ¡Qué maravilla!
–¿Al Milenio...? Pero ¿usted cree...? ¿No era el año pasado?
Mi tío Eduardo, quien a la postre iba a ser mi padrino, estaba en plena subida.
–Mi querida señora, veo que no está usted muy informada sobre las peculiaridades del calendario.
La tal querida señora, que iba vestida de época y era una de sus más antiguas y afamadas queridas, puesto que si mi tío Eduardo se distinguía por algo, era por lo putero, y eso se le notaba incluso de mayor, no dejó pasar la ocasión. A la tal señora le iba la marcha como a un tonto un lápiz.
–¡Edu!, no me mientas. Tú sabes algo que yo no sé...
Mi tío Eduardo, que con mujeres cerca se transfiguraba y manejaba una cadena de agencias de viajes, conocía el asunto de memoria.
–Pero, mujer, ¿tú sabes la cantidad de dinero que hemos ganado con la historia del Milenio? Chist, calla, no digas nada que esto es un secreto... El año pasado les vendimos el cambio de siglo y de milenio..., (celebre usted en las Maldivas, o en ese sitio al que va todo el mundo..., Waikiki, o como se llame..., o en Indochina, ¿o por qué no en la punta del Kilimanjaro...?, el acontecimiento de su vida..., etc.), y este año hemos vuelto a hacer lo mismo. La idea ha sido de un asesor que tengo que..., ¡ja, ja! Los del Consorcio nunca habían ganado tanto dinero. La gente es que debe de ser idiota, cada vez me lo parece más.
Al lado de mi tío había un ministro que asentía a todo, como tiene que ser. Ya se sabe, poderoso caballero es don dinero.
–Sí, es que es idiota, es idiota, ya lo digo yo...
Mi tío Juan, que era importador de champagne, estaba totalmente de acuerdo. Mientras se dejaba atar al pesebre por un camarero de muy buenas maneras, tres cuartos de lo mismo.
–Me pregunto cuánto vale un número del Almanaque Astronómico Internacional... Así, los que no lo saben saldrían de dudas.
–Calla, hermano, ni una palabra.
–Tiene gracia la ignorancia de la gente. Sin embargo, cuando se trata de pagar a la Hacienda Pública, todo el mundo conoce muy bien la fecha. Nadie dice, que no es este año, que es el que viene... ¿Cómo es posible que se dejen engañar de esta manera?
La cena fue exquisita. Primero sirvieron ostras, ostras con champagne francés, ostras a punta de pala en fuentes descomunales que los camareros dejaban en los pesebres. Luego una cosa verde en copas de fantasía, sorbete de apio o una ridiculez de ese estilo, porque el tío Aldy había traído a un cocinero suizo de renombre para que dirigiera la operación y todo estaba saliendo a pedir de boca. A continuación una ensalada de fábula, que, entre sus ingredientes, si vamos a creer las tarjetas que se imprimieron y yo vi de mayor, contaba con lombarda, remolacha con rábanos silvestres, esterlet mariné, trufas cocidas en champagne, esturión ahumado, filetes de perdiz, caviar, lengua de reno y jamón de alce. ¡Allí no se andaban con tonterías! Después marisco, langostas, cigalas, percebes... Los camareros no paraban de dar vueltas y no se vio ni una sonrisa, aunque imagino que en la cocina el cachondeo sería total. Por fin, lenguas y solomillos de bisonte, para lo que se había hecho una verdadera matanza en la ganadería, pero, claro, una ocasión es una ocasión.
Luego sonó un gong y el tío Aldy se desabrochó la cebilla, que no era fácil, y salió al estrado ante la expectación general. Le trajeron un micrófono en una bandeja y el tío Aldy habló. En su cara se adivinaba una cierta burla, aunque la mayoría de los presentes pensaron, seguramente, que ello se debía a aquel momento tan especial.
–Señoras, señores... –empezó con su habitual sorna, aunque nadie se dio cuenta de nada–, son las doce menos cinco de la noche, o las once menos cinco en los países civilizados, y, como ustedes saben, vamos a cambiar de milenio de un momento a otro. Yo les ruego que esperen un instante mientras nos traen los postres..., porque ahora viene... la última sorpresa... ¡La sorpresa del Milenio!
Los invitados, que debían de estar todos muy borrachos, prorrumpieron en aplausos entusiasmados en espera de la anunciada aparición, y mi tío depositó el micrófono en la bandeja. Entonces, con su mejor sonrisa y mientras la mayor parte de los presentes miraba hacia la puerta por donde entraban los camareros, sacó un mechero, se agachó y pegó fuego a media docena de tracas que, en secreto, había colocado el francés de la chistera y corrían bajo los pesebres a todo lo largo de la enorme habitación.
Los invitados, amarrados como estaban, al principio no se dieron cuenta de lo que sucedía, pero cuando comenzaron a sonar las explosiones, y no eran petarditos de feria, no, que eran como bombas de terroristas, el pánico se desató y más de uno estuvo a punto de morir estrangulado. ¡Allí fue Troya! Los gritos, las explosiones, los aullidos, los juramentos, los vanos intentos de desatarse, las patadas al aire, todo era lo mismo...
Mi madre, María, a quien en su juventud habían llamado María la superbuena –y esto por razones obvias–, embarazada de siete meses de su tercer y último hijo, se desvaneció primero, se quedó colgando luego de la cebilla..., y a continuación me abortó, allí, en mitad, ante todo el mundo, aunque tampoco se podría decir que estuvieran todos mirando. Yo, de repente, empecé a salir entre sus piernas como si fuera un monstruo mientras las explosiones se sucedían a mi alrededor, y a lo mejor es por eso por lo que siempre he sido un poco sordo. Mi tío Eduardo, que era una mula, y además médico, aunque no ejerciera, al ver el panorama pegó tal tirón a la cebilla que la arrancó de la pared, y con ella al cuello se quitó la chaqueta, me envolvió y me sacó de allí; debió de ser por eso que le hicieron mi padrino y me pusieron su nombre. De mi madre se olvidó todo el mundo pero no le sucedió nada, perdió un poco de sangre pero no hubo más, aparte de que casi se estrangula. Mi madre estaba hecha de muy buena pasta, se notaba a distancia, y a los pocos días ya estaba como una rosa y dándome de mamar, o por lo menos eso se cuenta.
La gente, los que habían conseguido soltarse, los camareros, en fin, todos, porque aquello no se lo esperaba nadie, corrían e intentaban salir huyendo, y los escoltas de los diversos políticos, que estaban cenando en la cocina y entraron en cuanto sonó la primera explosión, empuñaban sus pistolas mirando a todas partes y corrían de un lado a otro sin saber qué hacer ni qué decir.
–¡Señor gobernador, señor gobernador, por aquí, por aquí...! –o bien– ¡señor ministro, póngase aquí, al suelo, al suelo...!
El señor gobernador, o el señor ministro, enfundados en sus trajes marrones eran llevados en volandas de un lado a otro, los políticos de menor rango huían bajo una lluvia de fuego y los diversos artistas aullaban en medio de la confusión; el cura que salía en la tele se cagó. Yo, todo esto, aunque estaba allí en medio, sólo lo conozco de oídas, claro. Y además hubo dos heridos. Uno fue un camarero, a quien uno de los policías pegó un tiro en una pierna por moverse a destiempo, y el otro, o mejor, la otra, una de aquellas vedettes televisivas invitadas que casi se descoyuntó con la cebilla al intentar salir por donde no podía ser.
Mi tío Aldy, que lo tenía todo previsto, salió corriendo, se montó en su coche, un todo-terreno descomunal que parecía un camión y en donde le esperaba una de sus legendarias amantes, se subió a la loma de enfrente, apagó las luces y, con unos prismáticos, estuvo dos horas riéndose y observando a distancia las secuelas de su elaborada y pesada broma. ¡Acabaron llegando hasta helicópteros! Luego sacó una botella de champagne –y Dios sabrá qué más cosas–, encendió la calefacción y se pasó la noche cohabitando, por decirlo de una manera fina, pero es que no era para menos, ¡el cambio de Milenio...! Mi tío Aldy, por aquellos tiempos, ya tenía más de cincuenta años, pero estaba muy bien conservado, lo que también ha sido siempre de familia.
Como había instalado una cámara de vídeo para filmar lo que sucediera, yo tuve ocasión, de mayor, de ver mi nacimiento en directo, que no le ha sucedido a todo el mundo. La cámara funcionó durante dos horas y nadie reparó en ella. Luego se apagó. Al cabo del tiempo, cuando ya era mayor, el tío Aldy me regaló la cinta.
–Toma, para ti, esto sí que es tuyo. Quédatela tú.
Yo conocía su existencia pero nunca la había visto, sólo había oído hablar de ella, así que aquello me gustó, claro, porque de los sucesos que tienen lugar cuando eres muy pequeño, luego, de mayor, no te acuerdas de nada.
–Vale.
El que más se enfadó fue mi padre, y por lo visto estuvo tres meses sin hablar a su hermano, y eso que mi padre también las había hecho pardas, como cuando cagó en el piano, dentro, que tocaba la abuela, que era un Steinway blanco de cola que casi no cabía en el salón, pero el tío Aldy, que se las sabía casi todas, se las ingenió para que aquello no fuera a más.
–Pero, hombre, ¡qué mala suerte...!, también es mala suerte..., ¡con lo que yo quiero a María! ¿Cómo iba a hacerle eso? ¿Quién iba a hacer algo así...?
... y lo que decía era verdad. El tío Aldy a mi madre la adoraba, y debió de ser una de las pocas mujeres que le gustaron –porque que le gustaba estaba claro– a la que nunca tiró los tejos. Mi tío Aldy era un cafre para algunas cosas, pero así y todo también tenía sus normas. A mí siempre me cayó muy bien.
Y en cuanto a los políticos, las vedettes, los policías y todos los demás, el asunto se saldó de la forma más simple. Al final le pusieron una multa, que para mi tío era una multita, por algún peregrino motivo de esos que genéricamente se conocen como "alteración del orden público". Está claro que no hay como pagar el impuesto revolucionario, y él lo pagaba, lo sé de buena tinta. A la vedette, en cambio, que casi se había descoyuntado y le había puesto un pleito, le echó tres o cuatro polvos y aquí paz y después gloria.
Poca paz, ahora que lo digo, y menos gloria, es lo que nos depara la vida, pero eso no quita para que en toda ocasión y momento nos mostremos optimistas. Sí, porque desde los espacios etéreos, los infinitos espacios de allá arriba, alguien nos mira y de ello no tenemos ni idea. Disimulemos.
----------------------------------------
Si os ha gustado, podéis seguir leyendo (otras treinta páginas) en:
Lo descargáis, y listo.