domingo, 14 de octubre de 2007

Nuevo fragmento de "EUROPA BARROCA"

-



Seguimos con "Europa barroca", la novela con la que iniciamos este blog. Hoy traigo de la página 188 a la 198. Que lo paséis bien.

------------------------------------------------------

La negra a los once años

A los once años tenía una pandilla de pibas, todas del colegio y de mi misma clase, con las que salía los fines de semana y también alguna vez entre semana. La mayoría eran catiras o mulatas, como Andrea o Rosa, y la única negra era yo. Además era la más alta, aunque no la más bruta; la más bruta, con diferencia, era Rosa. Rosa era bachatera y agalluda hasta la consunción; utilizaba unas expresiones que nos escandalizaban a las demás, y sin embargo era buena y cariñosa y fiel. A su padre no le podía ni ver, pero con nosotras, y conmigo en particular, siempre fue como una seda. Ponía todo su dinero encima de la mesa –y a veces tenía bastante; desde luego, bastante más que yo– y nos decía, hoy nos lo vamos a gastar todo en mojitos; así lo decía y así lo hacíamos. Nos tomábamos uno cada una, porque al principio éramos muy prudentes, y bajábamos a la playa, aunque estaba muy contaminada. La arena a veces parecía negra y había manchas de chapapote, manchas muy gordas y repugnantes, pero nosotras nos pasábamos allí la tarde, primero entre las rocas del extremo y luego en mitad. Durante la estación de las lluvias la playa estaba desierta, sobre todo por las tardes, y se estaba bien. Nosotras nos hartábamos de hablar de los pavitos del colegio –Rebeca, que era gallega, los llamaba niños– y de jugar al fútbol. Llevábamos un balón y estábamos mucho rato dándole patadas y tirando penaltis, y yo, como era la más grande, me ponía de portera. Jugábamos muy mal pero lo pasábamos muy bien, y a veces algunos que pasaban por allí bajaban a jugar con nosotras.
Una tarde en que volvíamos del colegio y aún era temprano para ir a casa, resultó que bajaron dos pavos y estuvieron un rato. Jugamos un partido contra ellos, ellos contra todas nosotras, y nos ganaron. Nosotras éramos más pero ellos jugaban bien, la daban de tacón y todo, se veía que habían jugado mucho, nos metieron un montón de goles y nosotras acabamos histéricas y jadeantes, y al acabar nos dijeron que nos invitaban a unas cervezas en una pulpería que conocían, un sitio que estaba calles más allá. Uno era mayor y alto e iba como bien vestido, con el pelo pegado, y ni al jugar se había despeinado, y el otro también era mayor aunque no tanto, debía de tener trece o catorce años, y como nosotras estábamos muy cansadas y sudorosas, recogimos los libros, aunque yo sólo llevaba un cuaderno y un bolígrafo, y nos fuimos con ellos. La pulpería estaba cerca y era un antro oscuro en donde no había nadie, sólo el cantinero, que tenía un mandil de rayas y nos miró con cara de pocos amigos porque nosotras llegamos gritando. Los pavos pidieron cervezas y a mí me apeteció probarla porque había visto beber muchas y quería enterarme de cómo era su sabor, y luego pidieron arepas, medio riéndose, y el cantinero nos puso unas cuantas en un plato, aunque eran unas arepas raras. Estaban metidas en una fuente de barro con mucho líquido y olían fuerte, como a vinagre y otras cosas desconocidas, pero a mí no me extrañó porque estaba acostumbrada al ají caribe y después de lo del balón tenía hambre, así que me tragué una y mis amigas hicieron lo mismo, ¡uff!, ¿qué pasa...?, pero a Rebeca no le salían las palabras y tosió, y las demás por un estilo. Durante un momento nos contemplamos muertas de risa...
Los que nos habían llevado se habían dividido. El alto estaba apoyado en la barra, al lado del cantinero, y nos miraba, pero el otro, que era enano y contrahecho, aunque jugara bien al fútbol, se sentó en un taburete que había al lado, y sin pedir permiso ni nada cogió a Andrea por la cintura e intentó sentarla encima de él. Ella pegó un respingo y Rosa un grito.
–¡Sanano, deja a mi amiga!
Meterse con Rosa, la reina de las Amazonas, era peligroso, pero aquel enano desguañangado no lo sabía, fungía de guapo y debía de creer que estaba haciendo alguna gracia, así que no hizo caso y agarró a Andrea otra vez por la mano y tiró de ella, lo que ya fue excesivo para Rosa, nuestra amiga Rosa, que era de armas tomar.
–¡Mamahuevo, fuera las manos...! –chilló, y uniendo la acción a las palabras se lanzó hacia su cuello, y como estaba en un taburete, se cayó al suelo, y Rosa encima.
Las demás, entre los chillidos que son de suponer, nos afanamos en levantarla, pero lo único que conseguimos fue caernos todas en montón, gritar aún más y atizar de lleno y en donde pudimos a aquel mentecato, y en mitad de todo el lío, el canijo, al que debíamos de haber hecho daño, se levantó y se revolvió y con la ira pintada en su cara vino hacia nosotras, pero como estaba entre todas, y le llovían las puñadas, tropezó y volvió a caerse al suelo, me empujó, se intentó agarrar, me levantó las faldas y casi me rompe el uniforme. A mí me dio tanta rabia que grité y acabamos en el suelo, yo aquella vez debajo...
Ante la tángana y los gritos mis amigas salieron corriendo y me dejaron encampanada, pero yo ni me enteré porque estaba histérica, disponiéndome a sacar a relucir mi furia y estrellarle la rodilla entre las piernas a aquel cerdo, y cuando conseguí levantarme y darme la vuelta, que lo veía todo raro y como entre nieblas... –sí, eso me sucedió; de repente se me revolvió el estómago, no sé si del mejunje de la arepa o de la excitación, y los objetos se movían desproporcionadamente mientras por la boca me brotaba fuego–, al que me encontré fue al cantinero, que había salido de detrás de la barra y agarraba por el cuello al títere.
–¡Vete, vete de aquí, nina! –decía nina, no niña, y muy serio e impaciente me señalaba la puerta mientras con el otro brazo sostenía por los pelos al canijo de los dientes de conejo.
El que quedaba, el alto, se reía pero no se había movido de su sitio, seguía allí apoyado aunque se había despeinado un poco, ya no tenía el pelo tan pegado, y el canijo, el pequeñajo, que estaba inmovilizado, ponía una cara horrible, con todos los dientes fuera, aunque no se atrevía a soltarse.
Yo miré a la puerta, y sin pensar en nada eché a correr hacia ella. Al salir no calculé bien y me estrellé contra el marco, de resultas de lo cual me hice mucho daño en el hombro derecho, y luego, como mis amigas habían desaparecido y no encontré a ninguna, ya fui todo el camino hasta casa con la mano en el hombro, medio corriendo, quejándome, devolviendo y lloriqueando. La poca gente con la que me crucé me miró muy extrañada. El uniforme se había llenado de polvo y por el camino se llenó de vomitonas, y además perdí el cuaderno y el bolígrafo; no sé qué sucedió con ellos, se debieron de quedar en la cantina.
Cuando llegué a casa no había nadie, y primero fui al baño entre nubes de color grisáceo y vomité sin querer, sin proponérmelo, todo me salió allí. No era mucho, era la arepa, que a saber con qué había sido bautizada y salió casi entera, y algo de líquido, seguramente la poca cerveza que había tragado. Luego me dirigí a mi cama con aquellas nubes entre grises y rosáceas bailando ante mi vista. ¿También estarían detrás...? Me di la vuelta repentinamente y las pillé. ¡Allí estaban aquellas mismas nubes rosáceas y grises riéndose de mí por la espalda...!, y luego debí de caerme al suelo en el pasillo, porque lo siguiente que recuerdo es a Liria y a Cati de uniforme tirando de mí por los hombros.
Yo les decía,
–¿Qué hacéis? Dejadme... ¡Se está tan bien aquí! –pero ellos me llevaron hasta la cama en donde Liria se puso muy pesada tomándome el pulso, y yo empecé a reírme y a quitar la mano porque me hacía cosquillas.
Lo que sucedió fue que Liria se comportó muy discretamente. No dijo nada –y yo creo que acertó, que pensó que había bebido algo–, y Cati tampoco, y yo menos, claro. Yo, de aquello, en casa no dije una palabra, porque de sobra sabía que si mi padre, nuestro padre, Coriandro, o Jonás, se enteraban, lo primero que iban a hacer era llegarse a la pulpería y preguntar, y Dios sabrá lo que en tal caso hubiera podido suceder, porque en este planeta casi nunca ocurren cosas buenas.
A mí me pegó el telele a los once años, eso sí que era un acontecimiento para todas nosotras, y el telele cualquiera se imagina lo que es. A mí me pegó a los once años, pero tuve suerte porque tenía una hermana mayor que se llamaba Liria y me explicó todo. En fin, todo tampoco se puede explicar, en esto no hay reglas, a unas les toca de capitanas y a otras sólo de sargentas, pero cuando me llegó la hora yo ya sospechaba lo que iba a suceder porque llevaba unos días con el estómago revuelto y aquello no me había sucedido nunca. Además, me pesaban las piernas y tenía la cabeza a pájaros. Los pájaros eran tucanes y guacamayos de colores como los que mucho más adelante Eduguá había de contarme que tenía su abuela en casa. Los pájaros revoloteaban, subían y bajaban y todo el día los tenía ante los ojos. Cuando ves tucanes azules quiere decir que el negocio va a ir mal, que te vas a pasar quince días embobada y sin poder ni silbar, pero cuando los ves colorados, o verdes o amarillos, lo que sucede es que no va a ser tan grave; el azul es el peor color para estos casos, y si son multicolores es que ni te va a doler. Yo los vi al principio colorados, pero luego se tornaron en unos pájaros gigantescos y policromados que parecían cóndores más que tucanes... Yo sólo sé que aquello me vino de repente y una mañana tenía un montón de sangre entre las piernas, ¡Dios mío, qué es esto!, porque como yo siempre he dormido desnuda, puse todo perdido, pero Liria me dijo que no me preocupara.
–La sangre es lo de menos. Si no te duele, mejor; eso es que estás de suerte. Ahora, lo que sucede es que vas a tener que empezar a ir con cuidado. ¿Tú has hecho el amor alguna vez?
–¿El amor...?
Yo sabía de sobra lo que me estaba diciendo porque en la televisión casi no hablaban de ningún otro asunto, pero una cosa es haberlo oído y otra muy distinta haberlo experimentado, haberlo hecho. Mis amigas decían que sí, que alguna ya lo había probado.
–Yo, a los diez años, me tiré al ciego de la esquina. Mejor, como era ciego no se enteraba de lo que estaba sucediendo ni de quién era yo. Por el olfato no creo que lo notara porque yo siempre le había rehuido, nunca pasaba a su lado. Un día, cuando tenía diez años y me había enfadado con mi padre porque no me dejaba salir de casa, me escapé por la ventana, me quité las bragas, iba sólo con la falda, agarré al ciego por una mano y lo arrastré hasta el corral, allí no nos veía nadie, y él menos. Como era ciego le costó entender, pero en cuanto notó un par de tirones en la bragueta me cogió por la tripa con manos de hierro, me puso de espaldas y contra la pared, me mordió en la nuca y me la metió por donde pudo. Menos mal que acertó, que si me la llega a clavar por detrás me desgracia. La tenía como un hierro al rojo, o por lo menos a mí me picó muchísimo, y no te digo nada del semen, debía de ser como salfumán. Cuando noté todo aquello intenté salir corriendo, pero no hubo forma. Me tenía tan cogida por las tetas que no me pude escapar, y menos a los diez años. Él se puso a vociferar, pero yo no podía abrir la boca porque no quería que supiera quién era, y no aflojó lo más mínimo. Cuando se corrió casi me desmayo, me quedé totalmente bloqueada, pero no me soltó, ni me soltó ni se le bajó, sólo se le bajó un poco y yo creí que ya iba a poder irme, pero ¡que te crees tú eso! Acto seguido le volvió la locura, se le volvió a poner dura y me tuvo allí otros diez minutos p'alante y p'atrás, y aquella vez sí que vociferó y pataleó. Yo creía que los tíos sólo se podían correr una vez, pero ya ves; a lo mejor es que era un superdotado. Al ciego todo aquello le debió de parecer un milagro. Luego me dio tanto asco que me estuve lavando un mes con jabón del fregadero y agua de Getsemaní, y menos mal que no sucedió nada.
Todo esto lo decía Rosa, que era mulata y las cosas le venían muy adelantadas. Rosa no se llamaba Rosa, se llamaba Generosa, pero eso es lo de menos.
Hay gente que se trastorna y no sabe ni lo que hace con su cuerpo, pero yo no soy tan bruta. Yo, de eso, lo único que sé es que cuando un tipo te empieza a llamar hija, malo, malo malo. Eso quiere decir que te ha tomado bajo su protección y a lo mejor lo único que pretende es casarse contigo, pero a lo peor lo que quiere es ponerte a trabajar en un burdel o cualquier otro lado, una mercería, una agencia de exportación-importación o incluso una mina de sal. Cuando un tipo te protege deberás pagar el impuesto revolucionario, esto no tiene vuelta de hoja y sucede todos los días, sucede a cada momento aunque no nos demos cuenta ni pensemos en ello, y si cuando un tipo que no tiene nada que ver contigo te empieza a llamar hija, el negocio es para echarse a temblar, que he escrito, no digo nada de si lo que sucede es que te da su saco para que te lo pongas, para que lo huelas. Cuando un tipo te dice, ¿tienes frío?, toma, ponte mi saquito, a ti seguro que te queda mejor que a mí..., entonces ya puedes darte por perdida y lo mejor es que salgas corriendo y no te detengas hasta que el horizonte haya borrado su presencia. Lo siguiente suele ser la vicaría, eso los que se casan, y menos mal que yo no suelo tener frío.
Algunas de mis amigas, y no voy a decir quiénes, no voy a decir sus nombres porque a nadie le interesan, se dedicaban a meterse mano. Lo hacían a menudo y lo contaban, o bueno, lo medio contaban, y a veces, cuando no había mucha gente, iban hasta agarradas. Luego, en cuanto crecieron y empezaron a fijarse en los pavitos, dejaron de hacerlo, aunque aquello era más o menos lo que hacíamos todas; lo que ocurría es que no le dábamos publicidad, lo hacíamos más a escondidas.
Andrea se enrollaba mucho conmigo cuando teníamos diez años, y no sé por qué me eligió a mí porque ella era blanca; sería que le gustaba mi piel negra. Su especialidad era darme crema en la playa. La primera vez que lo hizo me sobresalté pero no dije nada, algún aspaviento sí se me debió de escapar, aunque procuré permanecer inmóvil, y luego, otro día, me dio un beso y se puso toda colorada, me miró a los ojos y, mientras lo hacía, se puso roja como el tomate. Luego bajó la mirada y no se atrevía ni a mirarme. A mí me dio tanto apuro que le acaricié una mano, una mano que se había quedado suelta por allí, se la acaricié un segundo, o dos, pero ella me entendió. En realidad no me disgustó porque las niñas nos besamos mucho –esto no lo sabe casi nadie, pero es así–, y luego el negocio fue ya más rodado y tuvimos una temporada de inocentes magreos a escondidas. Aquello era amor, claro, aunque no ese del que nos hablan los místicos o los poetas, no, ni mucho menos el de las instituciones eclesiásticas. Era la natural curiosidad humana, las ansias de exploración tan de moda hace muchos años, incluso siglos. Debió de ser en el Barroco, la Era del Iluminismo, aunque yo creo que esto lo he leído de mayor.
También resulta que Paula, o Paola –la llamábamos indistintamente–, tuvo un niño. Un día nos dijo que estaba embarazada y todas nos lo creímos, y a la mayoría nos ilusionó mucho. Además, nos contó cómo había sido. El padre de la criatura era un amigo de su familia, pero aquello era un secreto.
–Por lo que más queráis, no se lo digáis a nadie; si mis padres se enteraran... ¿Sabéis lo que me ha dicho? Pues que no me eche más perfume porque su mujer ya lo ha notado. Ahora, con lo del niño, me parece que se va a acabar. Bueno, la verdad es que una se siente tan rara... Yo cambio esto por lo del colegio... –y al cabo de seis meses tuvo un niño con los ojos redondos y los labios como un negrito, aunque en realidad era cobrizo.
A Paula no la volvimos a ver. Sólo venía de vez en cuando, una vez cada dos meses, más o menos, y traía al niño, que se llamaba Jesusín, y nosotras lo acunábamos. Yo lo tuve mucho tiempo en brazos y las demás igual, pues a veces incluso nos lo disputábamos, pero a Paula no la volvimos a ver, se esfumó, fue tener al niño y desaparecer del espacio-tiempo, ¡hay que ver los azares que nos depara la existencia! La maternidad está bien pero sus efectos suelen ser imprevisibles, sobre todo para las niñas de once años, aunque Paula, ahora que lo pienso, quizá fuera ya un poco mayor.
Algo después de aquello, cuando ya teníamos once o doce y habíamos cruzado la primera de las fronteras de la vida, íbamos a los bodegones, es decir, a las pizzerías, y a veces bebíamos tanto ron que acabábamos las cinco cogidas por los hombros alrededor de una mesa y cantando, al principio bajo pero luego a voz en cuello. Cantábamos muy mal y muchas veces nos echaban, y entonces nosotras salíamos corriendo, chillando histéricamente y tirándolo todo, y en aquellas ocasiones, como los camareros se quedaban pasmados y sin saber qué hacer, aprovechábamos para irnos sin pagar, pero en otros lugares les hacía más gracia y no decían nada –aunque esto solía suceder más en el extrarradio–, y en algunos hasta la marchantía cantaba con nosotras.
Una de aquellas tardes, que nos habíamos pintado aún más que de costumbre, fuimos a una discoteca. Yo iba como un semáforo, con la frente blanca, los ojos verdes y rojos y los labios azules, pero de un azul rabioso, un azul añilado, y las demás por un estilo. Andrea se había pintado los pezones con una barra de labios encima de la camiseta, se los pintaba como si fueran dos ojos y en el sitio justo porque decía que así no había pérdida, el que quiera mirar que mire, se me ponen tan duros, se me notan tanto, que es casi mejor pintarlos, para qué vamos a andar con disimulos. La discoteca a la que fuimos no era a la que íbamos siempre, en donde nos daban a oler aguarrás en la puerta. Fuimos a otra muy grande que había en un barrio distante, y fuimos a ella porque a alguna de nosotras, ya no recuerdo a quién, le habían dado invitaciones con bebidas gratis. Cogimos un ómnibus, y en él ya tuvimos la primera bronca con el conductor, que quería que pagáramos. Nosotras entramos por la puerta de atrás atropellando a los que bajaban, porque así el conductor no sabía quiénes eran las que se habían colado, y él se levantó de su asiento y vino a ver qué ocurría, pero como éramos todas muy altas, no lo debió de ver muy claro y nos dejó en paz, se volvió a su sitio y arrancó. En la discoteca estuvimos toda la tarde. Había una promoción de ron y nos bebimos casi toda la cosecha. También una piscina de superlujo en la que no se bañaba nadie, y a su alrededor mucha gente mística que nos miraba como si estuviéramos locas, pero a mí me faltó tiempo para desnudarme y tirarme al agua. Bueno, todo no me lo quité, me quité casi todo y me metí dentro, al tercer ron no me importaba nada lo que pensara la gente, y cuando salí, al cabo de un cuarto de hora de chapuzones, se me había corrido toda la pintura y ya no tenía la cara como un semáforo sino como uno de esos cuadros modernos que se ven en las consultas de los médicos o los vestíbulos de las instituciones respetables, un montón inconexo de manchas de color sin orden aparente, pero mis amigas dijeron que aquello me sentaba todavía mejor y allí se quedó. Me volví a vestir toda mojada, pero hacía mucho calor y al rato estaba otra vez chorreando de sudor, y las demás igual. Entonces fue cuando descubrimos que había una pista de baile de esas que se mueven, que se inclinan. Nos fuimos a ella, y al que ponía la música le debimos de gustar porque estuvo todo el rato poniéndonos máquina y dando grititos ridículos por el micrófono, dijo unas simplezas que prefiero no repetir, y moviéndonos la pista a lo bestia. Nosotras seguimos dándole al ron y al cabo teníamos todas un guayo guapo. Entonces a mí se me ocurrió, no sé por qué se me ocurrió pero estos pensamientos llegan siempre sin avisar, de repente surgen en tu cabeza y ya no te los puedes quitar, pues de repente me acordé de mi madre, la pobre, que se murió para que yo naciera. Esto a lo mejor es decir mucho y lo que sucedió fue inevitable, porque si no hubiera habido un terremoto no se hubieran roto las carreteras y las ambulancias habrían podido pasar, a saber, pero yo me acordé de mi madre, de cuando mi madre me tuvo a mí, la pista se movía como si hubiera un terremoto, y yo, en mi estado, me caí al suelo y no me podía levantar, así que me puse a representar el teatro de la parturienta abriendo las patas, dando gritos y demás. Fue un homenaje a mi madre. Me subí las faldas hasta la cintura e hice todas las contorsiones que se me ocurrieron mientras las demás me jaleaban hasta lo indecible. Mis amigas estaban tan descompuestas como yo y gritaron y chillaron histéricamente hasta la extenuación. Estábamos todas metidas en faena hasta el culo cuando vinieron los guardias, los de seguridad, y nos echaron a palos de la discoteca. Al final nos encontrábamos en la calle, en aquel gran paseo marítimo lleno de palmeras, todas chorreando y muertas de risa, y nos volvimos a casa andando porque era muy tarde y ya no había guaguas. Pasaban autos que nos tocaban la bocina, pero nosotras no les hacíamos ningún caso sino que les tirábamos cortes de mangas, y ellos tocaban aún más la bocina y aceleraban... A aquella discoteca nunca más volvimos. A mí no me quedó buen sabor de boca, sobre todo al día siguiente, pero de todas formas no creo que nos hubieran vuelto a dejar entrar.
Esto, y cosas peores, era lo que mis amigas y yo hacíamos, ejemplar conducta, en la América central durante aquellos años arrebatados. En aquella época todos estuvimos muy locos, y lo que habíamos de estar, y mis amigas tampoco eran tan malas, eran muy pequeñas, todas éramos muy pequeñas y nos comportábamos como tales. De mis amigas ya he dicho mucho, pero he hablado muy poco de Andrea, la catira de Maracaibo, la maracucha. Esta era la mejor. Era blanca y con el pelo rojo y siempre nos llevamos muy bien. La verdad es que luego me he acordado mucho de ella. ¿Dónde estarás ahora? Ha pasado tanto tiempo y sucedido tantas cosas... ¡A lo mejor ha oído hablar de mí...! Tanta gente ha oído hablar de mí en este planeta...