sábado, 1 de marzo de 2008

LA ESCALERA AL CIELO

Coloco hoy este texto que está en uno de mis libros, el que se llama "Viaje al verano". Es una especie de cuentecito sobre la vida misma, como todo lo que se cuenta en mis libros.

Estos se pueden conseguir en una página que se llama "lulu.com" (la dirección exacta es
en la que os gustará entrar porque ofrece la posibilidad de imprimir tu libro (el de cualquiera) a precio de coste (un libro de bolsillo normalito, o sea, de unas 250 páginas, por nueve euros; y con calidad de imprenta). En el lateral izquierdo de este blog podéis ver copias de los escaparates que tengo en esa página, en los que he puesto libros y fotos. También podéis echar una ojeada a mis otras páginas, algunas de cuyas direcciones están en ese mismo lateral arriba del todo.




LA ESCALERA AL CIELO

Joshua I, de apellido Sagan, sobrino del legendario exobotánico que nunca supo si era hombre o mujer, estaba montado en un globo de aluminio cuando se le ocurrió la idea: mirando hacia abajo las cosas se ven mejor. "¿Y por qué no...?", se dijo. Luego miró hacia arriba, y lo que pudo contemplar hubiera bastado para desanimar a cualquiera: miles y miles de estrellas centelleaban por todas partes. Joshua I no tenía ni idea de astronomía recreativa (ni de la otra), pero como a tantos a lo largo de la historia, no le hubiera importado subir al cielo. Cosa curiosa, por otra parte, en un intermediario, como era él.
Aquella noche se lo comentó a su compañera sentimental, porque Joshua I tenía compañera sentimental. Él no sabía que eso de tener compañera sentimental es una horterada de tomo y lomo, pero hay usos y costumbres que se extienden como la mala hierba. Le dijo,
–Me parece que sé cómo se puede hacer una escalera al cielo. ¡Menuda obra...!
Su compañera sentimental ni le contestó. Lo primero, que no estaba el horno para bollos con tanto viaje en globo y tanta historia, y lo segundo, que estaba mucho más interesada en una cosa que se veía en la televisión, una cosa toda llena de floripondios y lentejuelas como las de los viejos tiempos. Dio un suspiro y se recostó en el sofá del otro lado. ¡Qué tonterías había que oír! Una escalera al cielo... Para acabar de arreglarlo, recordó que ahora andaban diciendo por ahí que las máquinas iban a sustituir a las personas, ¡por Dios!
La compañera sentimental de Joshua I lo había comentado una vez con una amiga.
–¿Tú crees que eso de que las máquinas van a sustituirnos puede ser verdad?
La amiga de la compañera sentimental de Joshua I era medio boba.
–¿Cómo dices...?
La amiga de la compañera sentimental de Joshua I estaba mucho más interesada en la boda del príncipe Ruperto.
–No, que si tú crees que eso de que las máquinas van a sustituirnos puede ser verdad...
–¡Ay, Jesús, qué barbaridad!
Joshua I, desde que tuvo la idea, no paraba. Él tenía, por oscuras razones de las que nunca hablaba a nadie, mucha mano con el gobierno regional. Se dedicaba a las contratas, y a veces, cuando escaseaba el trabajo, hacía de intermediario. Los jueves por la noche solía acudir a unas reuniones medio secretas que se celebraban en una casa de lenocinio electrónico que había en las afueras, justo al lado del nudo que comunicaba las autopistas, y a las que también solían acudir algunos subsecretarios. Una vez le habían presentado a un ministro, pero a él le gustaban más los subsecretarios. Eran, ¿cómo diría...?, más dúctiles.
–Don Carlos..., qué..., ¡vaya moza que llevaba usted el otro día!
Don Carlos, que llegaba directamente del Congreso Regional, le dedicó una amplia sonrisa al pasar. Era simpático aquel Joshua I, se fijaba en todo, pensó, habría que darle algo este semestre... Sí, tendría que hablar con su secretario.
Joshua I, en realidad, estaba haciendo méritos, que era lo suyo. Pagaba cuentas de botellas que ascendían a cantidades astronómicas, y si la cosa se terciaba, también algún polvo electrónico extra; todo servía. Eso sí, cuando aparecía por el ministerio se prodigaban las sonrisas y apretones de mano; hasta los ujieres habían oído hablar de él. Aquella mañana se animó a entrarle al ayudante del subsecretario, un zascandil con ojos de mochuelo que le había chuleado una historia con una rubia más bien basta dos semanas antes.
–Eso que usted me cuenta... –le había contestado mirándole fijamente–, nos interesa, sí, nos interesa. ¿Y cuánto ha dicho usted que...?
–Unos trescientos millones, don Ferrari. Los estudios preliminares, unos trescientos millones.
Aquello de don Ferrari no era ningún apodo despectivo, como pudiera parecer; Joshua I no era tan tonto como para tener una metedura de pata de semejante calibre. La especie había sido alimentada por el propio don Ferrari, quien, en el cenit de sus borracheras, solía recordar a quien quisiera oírle que él, cuando joven, había tenido un Ferrari. (Y dos Porsches, añadía, uno rojo y otro azul). Luego los más cercanos comenzaron a conocerle por aquel nombre, y el apodo tomó carta de naturaleza pública. Aunque sólo dejaba usarlo a los allegados, Joshua I lo era, ¡vaya si lo era!, y por el cariz que estaba tomando el asunto, interesaba que siguiera siéndolo.
Al ayudante del subsecretario le entró una cierta aprensión. Como no tenía ni la más remota idea de lo que era un ascensor espacial, preguntó cautelosamente,
–¿Puedo hablar de esto con el ministro?
A Joshua I se le abrieron las puertas del cielo.
–Por Dios, don Ferrari... ¡Usted mismo!
La siguiente vez que se vieron fue en el reflexólogo. El ayudante del subsecretario estaba radiante.
–¡Muy bien, don Joshua, muy bien! ¡El ministro está muy contento! Ha dicho que cree que esto puede llevarnos lejos...
A continuación los acontecimientos se precipitaron, no era para menos. Primero fue una comisión de servicios la que se encargó de todo, y luego los periódicos, sobre todo los de casa, empezaron a hablar del asunto. Por fin, el Gobierno Mundial tomó cartas en el asunto, pero para entonces el ministro, el subsecretario, el ayudante del subsecretario y Joshua I habían creado una sociedad fantasma que construía chalets de dos plantas y operaba desde las Malabares. Joshua I había soñado a veces con dirigir la faraónica obra, que para algo era aparejador, pero bueno, se conformaba. En el intermedio hubo una época difícil porque un escandalillo político creado por la oposición (¡aquellos hijos de perra!) amenazó con hacer saltar al gobierno, pero el ministro, que después de tantos años se las sabía todas, contrató los servicios de una agencia de publicidad que puso las cosas en su sitio. El colíder de la oposición salió escaldado de aquella, vaya si salió... Tardaría años en olvidarlo, y eso si su carrera política no se arruinaba definitivamente.
–Ahora... ¡a vivir! –le dijo el ayudante del subsecretario una vez que se lo encontró en "La gata muónica", la casa de lenocinio electrónico donde Joshua I volvió a pagar aquella noche, aunque entonces ya no le importaba como antes.
–Bueno –pensó–. Todo sea por San Dieciséis por ciento.
La compañera sentimental de Joshua I, al final, estaba hasta interesada.
–Y, ¿tú crees que esto nos llevará lejos?
Joshua I, ya lo dijimos, seguía sin tener ni idea de astronomía recreativa, ni de la otra; lo suyo eran las comisiones. ¡Quién se lo iba a haber dicho a él! ¡Tantos años de intermediario y sin haberse dado cuenta de lo de las comisiones...!
El Gobierno Mundial era extremadamente activo. Lo primero que hizo fue preparar a lo que desde antiguo se conocía como "opinión pública". El "Hollywood del siglo XXI", ahora sito en algún lugar de Extremo Oriente, se encargó de ello. Lo que se acabó conociendo como "Saga de los planetas" fue una serie de seis películas en 3D que, durante lustros, ostentaron el record de recaudación. Además, Mariquilla S., aquella actriz mexicana, comenzó allí su meteórica carrera... Luego derogó unas leyes que le impedían tomar unas patentes como propias –sí, aquel hilo de diamante era el material adecuado...– por lo que el descubridor puso el grito en el cielo, pero un país africano, que casualmente era el mayor productor de diamantes, se encargó de hacerle entrar en razón, y por último hubo que buscar el lugar adecuado. No podía estar en el ecuador debido al efecto coriolis, ni en cualquiera de los polos por razones obvias, pero al final se encontró una solución a gusto de casi todos: lo instalarían en la línea de cambio de fecha, a unos veintisiete grados de latitud sur, cerca de las islas Samoa. Aquello quedaba en mitad del Pacífico, y así, si había un accidente... Joshua I fue una vez a ver las obras y se llevó con él a su compañera sentimental, que por aquel entonces había criado unos muslos que parecían jamones.
–Papá, papá –decía entusiasmado el hijo que habían tenido unos años antes–, ¿y tú crees que eso aguantará?
Joshua I miró a su hijo. No se podía negar que hablaba igual que su madre, pero, en cuanto a lo suyo, Joshua I no se hacía muchas ilusiones. Las mujeres, ¡eran tan falsas...!
De todas formas, el niño tenía razón. A Joshua I, que depositaba una confianza ilimitada –como buen técnico que era– en las obras de ingeniería, se le humedecieron un poco los ojos cuando lo pensó. Sí, aquella línea azul que subía hacia las estrellas y se perdía a lo lejos era realmente impresionante... ¡Y pensar que él había sido el descubridor...! Joshua I durmió aquella noche a pierna suelta en el Gran Holiday Hilton de Samoa y soñó que le ponían una condecoración con una cinta azul y muchos dorados y piedras de colorines.
El Presidente del Gobierno Mundial, un chino medio calvo que se echaba el único mechón de atrás hacia adelante, lo inauguró unos años después. Aunque escasamente llegaba a la media centena parecía un viejecillo, pero es que aquello del poder, ¡quemaba tanto...!
– ... este gran paso de la Humanidad... (y bla bla bla) –dijo con su voz ligeramente cascada, y durante algunos meses la Humanidad se dedicó a celebrarlo.
¡Qué otra cosa iban a hacer, ahora que el trabajo, el inmemorial castigo bíblico, estaba casi desapareciendo...! Luego el ascensor espacial se convirtió en un objeto de uso cotidiano, y con el transcurrir del tiempo la gente llegó a olvidar que durante muchos siglos aquel había sido uno de sus sueños más perseguidos.