sábado, 17 de mayo de 2008

Las aventuras de Crucita

Una de mis novelas se llama "Crucita y yo". Crucita es el arquetipo de la niña que nunca se hace mayor..., y con esto me parece que está dicho casi todo, no obstante lo cuál ahí va la portada, el texto de la contraportada (en cursiva) y varias páginas de sus divagaciones, en las que, sobre todo, habla de su perro.



Crucita, niña rizosa, poetisa, trigueña, ojizarca...; esto es lo que se dice de Crucita, pero además se dice: chavala espectacular, parlanchina a más no poder y señalada por el dedo del Cosmos, que no es cosa que se vea todos los días. Ser privilegiado, en suma, cuyas andanzas son largas y enrevesadas, sí, muy aparatosas y teatrales, y movidas...

Crucita, a quien también se conoció como Maricruz (que es nombre de gallina), o como rubia, bella durmiente, niña pequeña, especie de maciza y otros muchos adjetivos del mismo tenor, nació de unos seres que se querían; vivió a cuerpo de rey toda su vida; se reprodujo, aunque no sin dificultades, y enfiló el camino hacia adelante con la satisfacción del deber cumplido...

¿Aún me escuchan...? Pues les voy a decir más. Palabras acabadas en culo hay muchísimas, casi todas de cuatro sílabas, y las principales son, báculo, cenáculo, pináculo y tabernáculo; vernáculo, espiráculo y oráculo; o bien, espectáculo, habitáculo, tentáculo y obstáculo...
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Disertación sobre el papel de la literatura
Los protagonistas de los cuentos tienen el cuerpo hecho de sopa de letras, sí, y no sólo los protagonistas, también los personajes secundarios, el leñador y la bruja del bosque y tantos otros; los animales de sus corrales y los lugares en que todo aquello sucede, los bosques y los paisajes y hasta el fondo del mar, todo está hecho de sopa de letras. Los cuentos que yo he leído son una pura sopa de letras, no hay más que ver las páginas un poco de lejos, y esto es así porque sucede un fenómeno inexplicable y que voy a intentar aclarar. Los ojos de la cara ven letras, sí, pero los ojos de la mente..., fíjense ustedes, los ojos de la mente no ven letras sino que ven caras, ven cuerpos, ven paisajes y nubes y objetos de todo tipo... ¿No es esto precisamente la magia?
En mis cuentos yo he visto mil y una máquinas y entidades. Ranas verdes, brujas, leñadores, barcos de tres palos, hermanos perdidos en un bosque, cielos estrellados, bellas durmientes, y sin embargo sólo veía letras, igual que ve usted, quien me mira. Son los caprichos y las ilusiones de la mente, lo que sucede cuando nos adentramos en el reino de los pensamientos encantados, lo que nos sugieren las infinitas sopas de letras que danzan en el Universo, incluida la de pasta. A mí antes no me gustaba mucho, bueno, no me gustaba nada, eso de los fideos no se ha hecho para mí, voy a decir la verdad, los macarrones sí, ¡mmmmh...!, ¡están buenísimos!, pero las sopas..., y entonces un día Maná me dijo,
–A ti, que tanto te gustan las letras, ¿te gustarán más las sopas de letras que las de fideo cabellín? Dime, niña, ¿tú crees que te gustarán las sopas de letras?
... y yo, que nunca había visto una sopa de letras, las he visto después, dije,
–Pues no sé; a lo mejor sí.
... y cuando la probé me di cuenta de que se pueden poner los nombres, el mío, por ejemplo, y el de usted que me lee, Pepe, Roberto, Marisa, Federica... Yo tuve una amiga que se llamaba Federica. Me traía chupa chups con cromo, pero hace mucho tiempo que no viene por aquí.
–Maná, ¿dónde está Federica? Hace mucho que no viene a vernos –y Maná me dijo que se había ido al Congreso.
–Sí, un señor que se hizo amigo suyo la colocó en el Congreso, en el bar. Como servía muy bien las copas, el señor pensó que allí podía estar bien y así no tenía que venir a trabajar aquí, que le quedaba algo lejos, así que ahora está allí, pero si quieres le digo que un día venga a verte.
–¿Tú crees que querrá?
–Sí, mujer, ¿cómo no va a querer? Pero ahora acábate la sopa y no hablemos más –y ella se puso y se la tomó en un momento.
¡Hay que ver con qué facilidad comen sopa los mayores!, y como a mí me costaba, Maná me dijo,
–Si eres capaz de acabarte esa sopa... y otras cien..., te compro un perro para que te haga compañía.
–¿Un perro? ¡Huy, sí, qué bien...! Oye, pero ¿qué perro?
–Pues el que a ti te guste. ¿Qué perro te gusta a ti?
–¿A mí? Pues el de Rosana... No, mejor como el de Alicia; ese sí que es guapo.
–¿Es grande?
–¿Grande...? No, es mediano, y blanco, y está todo el tiempo dando saltos. Además, nada y bucea.
–¿Bucea?
–Sí, en la piscina de su abuelo. Un día su padre le ató un palo a una cuerda que al otro extremo tenía una piedra... ¿Tú lo entiendes?
–Pues claro, hija. ¿Por qué no lo voy a entender?
–Bueno, pues echó la piedra a la piscina, y como la cuerda era corta el palo se quedaba por debajo del agua...
–Ya.
–Bueno, pues entonces, el perro de Alicia, que lo que quería era el palo, estuvo toda la tarde buceando. Se tiraba al agua, buceaba un poco, lo cogía con los dientes e intentaba sacarlo, pero se cansaba en seguida porque estar todo el rato nadando es muy cansado, y salía. Subía por la escalera, se ponía en el borde, se sacudía y daba la vuelta a toda la piscina llorando y mirando al palo, y en seguida se volvía a tirar y hacía otra vez lo mismo. Pues así está todas las tardes, me lo ha dicho Alicia. Lo que pasa es que aquí no tenemos piscina.
–Bueno, pero un día
le llevamos a que vea el mar, y a lo mejor le gusta y se mete.
–¡Eso! Y si no, a un río. Por aquí hay ríos, ¿verdad?
–Sí, hay muchos, pero antes..., ya sabes cual es el trato.
Total, que para conseguirlo me comí cien sopas de letras, y para que no se le olvidara le decía,
–Oye, pero tú te acuerdas del perro, ¿verdad?
... y Maná, siempre que se lo recordaba, se reía.
–Sí, mujer, ¡cómo no me voy a acordar! Venga, rebaña ese plato y ya sólo te faltan cuarenta.
–¿Cuarenta...? ¡Jo!, es que son muchas. ¿Cuándo se cumplen las cuarenta?
–Pues no sé; para Navidad. Fíjate, ¡en Navidad tendrás tu perrito!
... y yo..., bueno, pues me las tragaba. Durante aquella temporada comí tanta sopa que luego, de mayor, no he vuelto a probarla, aunque, eso sí, Maná me compró el perro que yo quería.
Era guapísimo. De pequeño era como uno de mis peluches, sólo que se movía, daba saltos y ladraba con su vocecita. Luego creció y ya no le dejé echarse en mi cama. Un día le coloqué una alfombra vieja en el suelo y le dije,
–Tú duermes aquí, que ya no cabemos los dos.
Al principio no quería, pero en seguida lo entendió, en cuanto le hice bajarse varias veces y echarse en su alfombra. Se quedaba allí mirándome, con cara de paciencia, pero luego se dormía y se le olvidaba. Lo que pasaba es que cuando yo entraba de improviso en mi cuarto siempre le cogía.
–Oye, que te he visto, ¿eh?, perro malo. Estabas echado en mi cama y eso no se hace –y yo hacía ademán de ir a pegarle y él se daba la vuelta y se ponía con las patas hacia arriba porque quería jugar.
Yo le decía,
–Oye, perro malo... –y una vez me quedé pensándolo.
–¿Por qué te llamo yo perro malo? Tú deberías tener nombre. Maná, ¿sabes qué?
–No, qué.
–Pues que no le hemos puesto ningún nombre al perrín.
–¡Anda, es verdad! Pero se lo tienes que poner tú, que es tuyo.
–¿Y cuál le pongo?
–No sé, mujer, piensa alguno. ¿Qué perros conoces tú?
–Pues a Pluto...
–¿No conoces más?
–Sí, a Milú.
–Bueno, pues ya sabes dos. Piensa otros y luego decides –y estuve bastante tiempo pensándolo.
El perro de Alicia se llamaba Caín, pero a mí no me gustaba.
–Oye, ¿quién le ha puesto el nombre a tu perro? –y Alicia me dijo que su padre.
–Es que de pequeño se comió a un hermano suyo y por lo visto tiene algo que ver, pero no es malo, ¿eh? Es muy simpático. Si se lo comió, seguro que fue porque le quitaba la comida.
De todas formas, Caín no me gustó. El mío es muy tranquilo y todavía no se ha comido a nadie... Bueno, sí; cuando era pequeño se comió un pollito que me trajo Quimera. Era un pollito de esos muy pequeños. Era amarillo, piaba mucho y corría de un lado a otro, pero sólo duró una tarde. Cuando volví del colegio sólo quedaban unas cuantas plumas, y el perro malo estaba escondido debajo de la cama y me costó mucho sacarle de allí.
–Ven aquí, perro malo. ¿Por qué has hecho eso?
... pero mi pobre perro estaba muy asustado y no quería ni mirarme, así que le di un par de cachetes y dejé que se volviera a esconder; hasta el día siguiente no volvió a aparecer. Seguro que también fue por la comida, como el de Alicia, es ley de vida, y entonces se me ocurrió preguntar una cosa.
–Oye, Maná, ¿cómo se llama el que mata pollos?
... pero Maná, que aquel día debía de estar un poco nerviosa porque mordía el bolígrafo, me dijo,
–No sé. Llama al Rockero, que lo sabe todo.
Yo le llamé y él me dijo,
–¿Que cómo se llama el qué?
–Pues el que mata pollos. Es que mi perro ha matado a un pollito que me había regalado Quimera, y como tengo que ponerle un nombre... –y él me dijo,
–Pues no sé. Se llamará matarife, o degollador, o pollicida –y me dijo más nombres pero ninguno me gustó, y así estuve hasta el día en que, mientras estaba comiéndome un helado, se me ocurrió.
Yo pasé la lengua por el helado mientras dejaba que la mirada vagara por el horizonte, y de repente me vino.
–Oye, Maná, ya sé cómo quiero que se llame el perro.
–¿Sí? A ver, cómo.
–Pues quiero que se llame Tutifruti –y Maná se rió.
–¿Tutifruti? Bueno, ¿no será un poco largo?
–No, está bien.
–¿Tú quieres que se llame así?
–Sí.
–Pues ya está. Tutifruti, ya tienes nombre. ¿Tú crees que lo entenderá...? Tutifruti, ven aquí.
... y Tutifruti, que estaba distraidísimo porque estaba oliendo a conciencia un alcorque urbano, vino a todo correr y de un salto se subió encima de Maná que estaba sentada en un banco comiéndose su helado. Como llegó tan deprisa no le dio tiempo a frenar y metió toda la nariz en la bola. Se quedó entero pringado, pero le debió de saber muy bien porque en seguida se relamió los morros y luego estornudó. Luego bajó al suelo y se sentó a esperar a que Maná le diera más. La miraba tan suplicante que Maná, que se había quedado la pobre sin helado, porque no te lo vas a comer cuando ya lo ha chupado el perro, se lo dio. Primero le dio la bola y luego el barquillo. Yo le dije,
–Toma el mío, nos lo comemos a medias –pero ella no quiso.
–No, hija, si me da igual, si ya no quería más –y al final me lo comí yo todo aunque me quedó un poco de cargo de conciencia, sí, porque mi perro, al principio, era muy lanzado. Sin embargo, yo le eduqué; me costó bastante, pero ahora ya está perfectamente amaestrado. Cuando vamos a algún sitio le digo,
–Oye, aquí no mees, ¿eh? –y no mea, se aguanta hasta que salimos.
En realidad tiene muchas ganas de hacerlo, porque como es tan guapo, todo lleno de rizos blancos, la gente le pasa mucho la mano por el lomo, y los perros, cuando los acarician, se ponen muy así y se les afloja todo, hasta la voluntad, pero él se aguanta, y cuando ya no puede más se pone a dar saltos, es su forma de expresarse. Cuando Tutifruti se pone a dar saltos, mala señal. Eso es que a continuación se va a meter detrás de unas cortinas o debajo de un sofá, y allí, como se cree que no le ve nadie, pues hala. Lo más seguro es que cuando nos hayamos ido la gente diga,
–Vaya con el perrito, y parecía tonto. Trae la fregona que..., ¡hay que ver...! Echa mucha lejía.
... pero a mí nadie me ha dicho nada, seguramente porque no se atreven, porque estos temas son delicados. ¿Sabes que tu perro anda medio flojo de la próstata...? ¡No, cómo me van a decir semejante cosa!, yo soy muy pequeña y no sé lo que es eso. La gente disimula y ya está, y cuando te los vuelves a encontrar, como suele hacer bastante tiempo, no se acuerdan de nada y te preguntan otras.
–¿Estudias mucho?
–Sí, claro, soy la tercera de la clase.
–¿La tercera...? Vaya, eso sí que está bien. ¿Quieres merendar?
–Bueno.