viernes, 13 de junio de 2008

Don José, el cuclillo

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En una de mis novelas, la que se llama "Animales y otros fenómenos eléctricos", está este cuento, que es bastante ganso. Y bastante corto, si se tienen en cuenta las cosas que he puesto aquí.
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Don José Cuclillo era un pájaro al que molestaban los ruidos. Le molestaba, claro es, el fragor de los automóviles que de vez en cuando transitaban por la cercana carretera comarcal, y le molestaba el remoto ruido del tren de mercancías que resoplaba allá a lo lejos, sólo un poco más acá del horizonte, así como el de su primo hermano, el retumbo del trueno apartado, anunciador de próximos aguaceros en los bochornosos atardeceres del verano, pero le molestaban también, ¡y de qué manera!, las distantes voces de los labradores, e incluso en determinadas ocasiones, cuando la primavera avanza y parece que va a llegar el estío, las cantarinas risas de las labradoras. Puestos a exagerar, porque don José, para esto de los ruidos, la verdad es que era un poco exagerado, bien podríamos decir que le molestaban los zumbidos de abejas y moscardones en su incesante ajetreo, y hasta el susurrar de las hojas en otoño, que ya es decir..., pero lo que más le molestaba, ¡ay!, lo que más le molestaba de todo, quizá porque era lo que más cerca tenía en aquella campestre paz a que desde pequeño estaba acostumbrado, eran los cánticos de los individuos de su clase, sus parientes cercanos y lejanos, las avecillas.
A don Pepe, el cuco, le molestaba muchísimo el chirriante graznar de la urraca, el "guec guequec" del pardillo común, el cuchichí de la perdiz, el crotorar de mamá cigüeña y el mismísimo cucú de sus hermanos. A don José, a don Pepe, por expresarlo con claridad, le molestaba prácticamente todo.
¡Ah!, no diría eso si hubiera encontrado a un pinzón real, un escribano palustre o un mirlo blanco, esos pájaros cuyos solemnes trinos, tan acordes con la espesura en que se producen, no tienen nada que envidiar al virtuosismo desplegado por algún avezado (¿y enamorado?) flautista. Don José, para mayor inri, ¡qué le vamos a hacer!, tampoco había conocido nunca a un pájaro órgano...
Lo que más le fastidiaba eran las horas previas al amanecer, esos momentos en que el reino alado, cuando aún es de noche, saluda al nuevo día.
–Pero..., ¿será posible? ¡Y todas las mañanas lo mismo!
Don José, puesto que con el jolgorio que se armaba resultaba imposible pegar un ojo, se internaba en la fronda renegando y maldiciendo con las mil y una maldiciones del libro en el que están escritas las más exageradas ofensas.
–¡Tañedores de ruido rosa!, ¡amantes del quodlibet...!, y digo poco: ¡biznietos de Satanás! Así os veáis atravesados por las más negras flechas de Orión, el cazador por antonomasia, y bla bla bla...
... y todo ello acentuado por la temprana hora, porque don José, como no es difícil imaginar, por las mañanas sufría de acidez y otros males estomacales.
Y ya que hablamos de amaneceres, ¿qué decir de los ocasos, la hora preferida por las bandadas de estorninos para expresar sus sentimientos, cuando en su emigrar se posan en las copas de los pinos piñoneros? ¡Bueno!, aquello sí que era superior a su fuerzas...
–No, no puedo, ¡no puedo! –decía don José horrorizado, y tapándose los oídos con las alas corría a esconderse en lo más recóndito de la selva.
–Y además, por si fuera poco..., ¡extranjeros!

Don José Cucl
illo, que era un cuco serio, un cuco muy puesto en su acallador papel, pasaba el día reprendiendo a sus semejantes para que no alborotasen.
–Señora tórtola, ¿no se da usted cuenta de que...?
–Pero, don José, comprenda usted que tengo que emitir el grito nupcial. Si no, ¿cómo me iba a encontrar mi tortolito?
Don José, para algunas ocasiones, guardaba un mínimo de tolerancia.
–Vale, vale, pero, por favor, modere usted esa dinámica.
Don José, el cuclillo, por aquello de sus aficiones, conocía las voces musicales. Decía dinámica en vez de volumen, y decía también sordina, en vez de silencio. Un piquituerto común, su más próximo vecino, un pájaro que era un poco sordo –o que se hacía el loco, eso no lo sabemos–, con ayuda de un amiguete, un verderón serrano, un verderón bastante descarado –todo hay que decirlo–, intentó un día introducirle en los arcanos de la polifonía.
–Ustedes, jovencitos, ¿nunca oyeron hablar del debido respeto a los mayores?
–Pero, ¡hombre!, don José, no ponga usted esa cara. ¡Si sólo estábamos intercambiando impresiones!
–Sí, sí, impresiones... ¿No conocen, por ventura, las más altas virtudes de la sordina?
Allí se montaba la gran polémica, pues de sobra es conocida la condición polemista de los verderones.
–¿Así que no cree usted en los dominios de la afinación y las proporciones?
Don Pepe, el cuco, los miraba con bastante mala uva.
–¿Querrán estos arrapiezos cachondearse de mí? –pensaba para su adentros.
–Pío pío pío..., pío pío pío...
–¡Fui fui fui...!
–¡Prruit prruit prruit...!
–Pío pío..., pío pío pío pío...
Don José, desesperado, se cambiaba de rama.
–¡Hablarme a mí de polifonía! ¡Atreverse a hablarme a mí de polifonía! No, si cuando yo digo que estamos todos locos...
Luego don José, para tranquilizarse, se echaba unos vuelos, en el curso de los cuales solía mirar de reojo hacia arriba, porque don José nunca descuidaba su cenit. Por allá arriba, muy lejos, sólo un poco por debajo de las nubes, planeaban con todo descaro los piratas del aéreo mundo de las aves, aquellos incansables trotamundos que a su justa fama de bandolerismo unen la de carroñeros, las rapaces..., porque, ¿qué decir de las rapaces, con sus estentóreos gritos de burla? Don José, cuando volvía a arborizar, las miraba desde su alta rama y renegaba por lo bajo, aunque prefería callarse. Don José, después de todo, era muy prudente y se hacía perfecto cargo de sus limitaciones.
–No, con esas no me meto. ¡Que griten, si quieren...! Por si acaso.

Así estaban
las cosas, cuando un día... Sí, un día, un día en que a intempestiva hora, las cuatro de la tarde, sonó, a lo ancho y largo del bosque, el grito del cuco...
–¡Cú... cú...!
... don José no pudo por menos de estremecerse.
–¡Y un congénere, además!
Don José, que con el paso del tiempo había afinado su oído –aquello fue su perdición–, remontó el vuelo dispuesto a buscar y encontrar al poco discreto cucúlido.
–¿De dónde viene? De allí... No, de allí...
Don José, de aquí para allá, no daba con el escondite del escandaloso pájaro, que una y otra vez...
–¡Cú... cú...! ¡Cú... cú...!
Don José estaba a punto de volverse loco.
–¡Ay, Dios mío..., ay, Dios mío...! ¡Cuando lo encuentre...! ¡Cuando lo encuentre va a ver! ¡Sí, cuando lo encuentre..., que no le pase nada!
Don José voló y voló en todas las direcciones posibles, y al poco rato creyó adivinar la procedencia de los destemplados gritos.
–¡Ahora, ahora sí que te he pillado!
Don José se lanzó en picado hacia aquel grupo de árboles y...
¡Nunca lo hubiera hecho! De la espesura surgió un nuevo ruido, un horrísono ruido, un ruido que de ninguna manera se esperaba. Allí sí que sonó un ruido fuerte, sí, allí sí que se oyó un ruido inesperado, con lo poco que le gustaban los ruidos a don José..., ¡qué horror!, ¡pum..., pum...!
Don José, alcanzado en medio de su justiciero corazón por la redonda posta, no pudo por menos de pensar,
–¡Qué fatalidad! ¡Ahora que estaba casi a punto de...!
Luego cayó como una piedra al suelo y, como dicen por ahí, entregó su alma.
El cazador que le había matado, un cazador anónimo y bajito, un cazador del montón, un cazador que andaba soplando uno de esos reclamos que venden en las tiendas de cazadores, al verlo, cuando se lo trajo su perro, se dijo,
–¡Vaya!, un cuclillo... ¿Y qué hago yo ahora con un cuclillo?
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