jueves, 31 de julio de 2008

Cuando Juan Evangelista, que vivió trescientos años, conoció a miss Gold

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No he hablado aún en este blog de Juan Evangelista, personaje que vivió trescientos años y recorrió buena parte del planeta Tierra; tiempo tuvo para ello. Al final de su vida decidió escribir algo a modo de memorias, y le salieron cuatro libros, a saber: "Edad de las tinieblas", "Siglo de las luces", "Era de las máquinas" y "Perpétuum móbile". (Más abajo puede leerse un trozo del tercero de ellos). Y, a guisa de presentación, ahí va este autorretrato que, utilizando tintas vegetales, carbón de las hogueras y viejo pergamino cheyenne, pergeñó durante sus obligados ocios al tiempo que se desarrollaba la guerra de Nube Roja: él era entonces uno de los ingenieros que construían el Union Pacific (que iba de Omaha a Sacramento), pero en los intermedios prefería residir en los campamentos indios, puesto que tenían mejores caballos (una de sus eternas aficiones) y mucha pipa de la paz.





Lo que sigue es un trozo de la "Era de las máquinas", el tercero de los cuatro libros en los que Juan Evangelista narra su extensa vida, y sucede en 1812, durante el ataque del ejército angloespañol a Ciudad Rodrigo. Fue en aquel episodio cuando conoció a miss Gold, la que había de llegar a ser su segunda mujer.
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La batalla de Fuentes de Oñoro, previa a la ocupación y en la que no intervine, acabó de descalabrar la debilitada fuerza francesa que operaba en la zona, y tras innumerables avances y retrocesos, pues nuestro general en jefe (Wellington) nunca se distinguió por lo arrojado y atrevido, sino antes bien por lo receloso y calculador, nos presentamos a la vista de mi ciudad cuando acababa el año, aunque las avanzadillas llevaban semanas observando los movimientos de sus ocupantes y el estado de las defensas.
Wellington instaló el tren de sitio en las lomas cercanas y durante algunos días se dedicó a bombardear la plaza. Las fuerzas francesas que la defendían eran escasas, y sus pertrechos y espíritu guerrero muy limitados, pues poco parecía importarles quién se hiciera dueño de la fortaleza. Las armas francesas estaban en pleno retroceso, y el rey José, acompañado de algunos generales, huía por La Mancha en dirección a Valencia. Aquellas noticias llegaban de vez en cuando y con jolgorio hasta las filas de nuestro heterogéneo ejército, replegado a cubierto de bosquecillos y elevaciones y ocupado tan sólo en contemplar la progresiva demolición de los muros.
Luego, unos días después, cuando ya se veía que la resistencia era inútil, nuestro general dio la orden de preparar la toma definitiva de la ciudad, hecho que debería llevar a cabo una columna arropada por innumerables maniobras de distracción, y en efecto, una mañana, tras el amanecer, cuando todos los cañones tronaban sin pausa y un diluvio de obuses caían sobre las murallas, precedidos de grupos de cazadores y un regimiento de caballería sobre el que se concentraron los disparos, a cubierto de las trincheras que días antes se habían cavado conseguimos llegar hasta la base de la muralla..., y lo cuento en primera persona porque yo estaba allí, en aquella fila, puesto que me pareció obligado presentarme como voluntario. De cuantos me acompañaban, seguramente ninguno era hijo de Ciudad Rodrigo, y no pude reprimir el romántico sentimiento que me indujo a añadirme a las vanguardias.
Escalamos el primer talud sin dificultades y casi sin oposición, y cuando tras la explosión de varias minas pudimos observar el pasillo que nos iba a permitir la entrada en la ciudad..., una inoportuna bala llegó zumbando desde la lejanía e impactó en algún lugar de mi cabeza.



Durante muchísimo tiempo no supe quién era. Tampoco dónde estaba, aunque creía advertir que era trasladado por el aya, que me llevaba en brazos. ¿Es posible tal suceso? Sin duda, pensé, pues todo es posible en el reino de los sueños, no tan engañoso espejismo de la verdadera existencia.
Asimismo aparecía la niña de los ojos violetas en brazos de mi madre, las serpenteantes tomateras, los volcanes con nieve en sus cumbres y la negra Esmeralda, que lo hacía con los eunucos. La concurrida plaza mayor de aquella ciudad en la que por primera vez me sirvieron el negro brebaje que llamaban l'eau heroïque acudió impensadamente a mi cabeza, y para rematar la función, el macho cabrío que disfrazado de demonio se me apareció en la ermita cercana a Úbeda tras recibir la descarga eléctrica de un monumental cúmulo nimbo, comenzó a bailar ante mis ojos.
Todo ello se reflejó en mi retina durante lo que me pareció demasiado tiempo, y de un lugar me trasladaba sin esfuerzo a otro, unas veces acunado por el aya y otras a lomos de los novedosos y esféricos artefactos que, aunque en la lejanía, había podido contemplar desde mi posición en los parapetos que defendían la ciudad de Cádiz; es decir, los globos aerostáticos.
Lo que más me llamó la atención fue el inconfundible y acre aroma de aquella eau heroïque tan lejana en el tiempo, pero, como en seguida veremos, había motivos para que ello sucediera.
Cuando me desperté, era de noche. Entreabrí los ojos, y a la luz de unos candiles y entre los velos de niebla que advertía en el cerebro vi una chica que se inclinaba sobre mí y al pronto me recordó a Marifló.
–¿Marifló...? –dije aturdido e intentando incorporarme, pero en seguida volví a caer en el sopor.
La segunda vez que desperté era de día, pues por un ventanuco que se adivinaba en lo alto de la pared penetraban los fulgurantes rayos del sol. Yo estaba en una habitación de techo muy alto, y a mi derecha había una puerta. Desde la pared de enfrente me observaba un oscuro e inmóvil personaje, y su extraña mirada me hizo retroceder casi dos siglos.
–¿Familiar de la Inquisición? –le pregunté confuso, pero el grave dignatario no se dignó variar un ápice su semblante.
–Claro –me dije–, porque es una pintura antigua de alguien de cuyo nombre ya nadie se acuerda.
En aquella contemplación estuve embebido durante unos instantes, y luego se abrió la puerta y entró una chica rubia.
–Hola –dijo festivamente–. Ya te has despertado...
... y vino hasta mí y me colocó una gélida mano en la frente.
–¿Marifló...? –dije aún más aturdido, pero ella no contestó.
Se limitó a contemplarme con aguda mirada, y luego la vi desvanecerse entre las nieblas que mencioné. Muy a mi pesar, pues la chica era guapa, la cabeza se me torció sobre la almohada y me encontré al lado de una de las lagunas plagada de caimanes que tuvimos que bordear en el memorable viaje que conté que hicimos a través de las tierras del Darién. Yo, a mis sustantivos dieciséis o diecisiete años, iba disfrazado de dominico y procuraba ocultarme tras mis incipientes barbas de las plantas carnívoras, las sierpes enormes, los amenazantes volcanes y la mayor parte de mis compañeros, tan poca confianza me inspiraba aquella ruidosa gente. Entre la comitiva que afrontó el particular viaje se encontraba una princesa, al decir de las hablillas, y tal debía de ser porque viajaba en litera velada por cortinas. Una de sus servidoras, de las que llevaba un ejército, se acercó hasta el lugar que ocupaba, a la orilla de la laguna, y me dijo,
–De sobra se conoce, señor don Juan Everardo, que es Su Ilustrísima entendido en láudanos y aguas heroicas...
Yo la interrumpí.
–¿Otra vez? Hacía mucho tiempo que no oía citar tales preparaciones, y durante la última jornada ya me han hablado de ellas dos veces. El acre olor de la tintura de opio, sin embargo, no se me olvidará nunca.
Luego miré con furia a quien había interrumpido mis meditaciones y grité,
–¡No...! ¡No quiero escuchar de nuevo los cantos de las sirenas que Matatías me llevó a contemplar a la plaza mayor de aquella ruidosa y gran ciudad de cuyo nombre no puedo acordarme! –y allí moderé el tono–. Fue con ocasión de uno de los viajes de mi señora la marquesa, la marquesa de los ojos violetas, apréndaselo usted bien, y yo viajaba en calidad de paje, pero aquella tarde en que pude solazarme entreví el fantasma de la libertad. ¡Qué tiempos aquellos, tan lejanos...! Luego, por la noche, me crucé con Marifló en un pasillo estrecho y huelga decir lo que aconteció..., pero es que yo acababa de estrenar la adolescencia, y ya conoce usted los arrebatos a que en tal ocasión estamos expuestos los mortales...
La voz blanca simuló no hacerme caso y continuó con su letanía.
–Hace trescientos años, cuando los barcos portugueses iban a traficar a Oriente, como moneda de cambio no llevaban dineros de una u otra nación, no, que allí no les interesaba el metal acuñado en lugares tan lejanos, sino una mercancía infinitamente más preciosa, y esta mercancía, ¿sabe Su Ilustrísima cuál era? Pues yo se lo diré, que era opio castellano, la emanación de las majestuosas Papáver somniferum que en sus llanuras crecen, la mejor y más poderosa variedad del planeta.
–¡Opio castellano...! –dijo con admiración Mendoza, el maestro y constructor de vías de comunicación, que sin duda conocía aquel asunto.
–Sí, opio castellano –continuó la voz–, preciosa materia prima de mis experimentos. Yo vivo para rescatar a los soldados de su dolor, ya sean ingleses, españoles, franceses...
–¿Franceses? –dijo Juan Amadeo, el primero de mis hijos peruanos, que de alguna forma había conseguido colarse también en aquella habitación–. La canalla no merece estos cuidados, y son sus ínfulas imperiales quienes les han colocado en tales circunstancias.
–¿Sus ínfulas imperiales? –terció la criada de la princesa, que aún seguía allí–. De ninguna manera se puede hablar de un pueblo que elige su Destino, sino de las decisiones de quien les gobierna. ¡Nadie, excepto los muy locos, van a la guerra con entusiasmo, sino que son arrastrados a ella por los poderosos y la amenaza de sus represalias!
Hubo un hondo silencio, y cuando creí que se había disuelto aquella tertulia que tan inopinadamente se había formado alrededor de mi cama, la voz, la voz cristalina que yo no sabía de quién era, dijo,
–Sí, así es, y aún añadiremos otras cosas, porque parece que Su Señoría cree que la Revolución Francesa fue la más importante de las revoluciones, pero en ello se equivoca, pues, ¿no es preferible para el pueblo, que todo lo paga con sudor y sangre, la Revolución comercial que al compás de los tiempos y merced a sus barcos han puesto a punto los atrasados e incultos ingleses? Piénselo. Esa revolución hará crecer la riqueza de las naciones, no solamente la de las clases privilegiadas, como siempre sucedió hasta ahora, y todos participaremos de ella. Uno de sus frutos es este reciente producto, esta decantación milagrosa de los principios activos de la planta que nos ocupa y que desde los laboratorios de Inglaterra han hecho llegar a mis manos, la panacea con la que siempre hemos soñado quienes batallamos para que decaiga el dolor que asola el Universo..., y a ti te aliviará mejor que los remedios antiguos, la endemoniada Datura stramonium o los inanes cocimientos de cresta de gallo.
Una mano muy fría pasó de nuevo por mi frente.
–Tu cabeza, por otra parte, ni siquiera se rompió del todo; la tienes muy dura.
Hubo una pausa durante la que ella, como buena mujer, fuera la que fuera, arregló los embozos de mis sábanas, y al fin, contemplando su obra, dijo,
–Yo no soy esa Marifló por la que suspiras, sino miss Gold, ayudante de farmacia del ejército inglés, que me admitió por mis méritos..., aunque tú puedes llamarme Alessandra.
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