sábado, 15 de noviembre de 2008

Concierto marítimo

El texto que pongo hoy pertenece a la novela denominada "La aventura de las luces azules", continuación y final de "Europa barroca", de la que ya puse tantas cosas en este blog. En él se cuenta lo que sucedió una de las veces en que Eduguá (uno de los protagonistas de esta ingente historia) fue al océano a visitar a su amigo, el cachalote de la mancha blanca en la frente.





Concierto marítimo
Cuando, aquella vez, llegamos Javi y yo al lugar de la cita, un lugar cercano a la costa en un mediodía radiante del mes de mayo, Eudoxio ya estaba allí; fue la primera vez en que llegó antes que nosotros. Estaba con dos congéneres, dos cachalotes tan grandes como él y de los que, por la mañana y con la voz de la abuela, me había dicho,
–No te preocupes, son amigos míos, los conozco desde hace muchos años. Uno de ellos es Crispincín. No es hijo mío, pero le eduqué yo en la manada que fundé. Ahora él tiene la suya propia, aunque al Ártico solemos subir juntos. El otro es el patriarca del grupo más grande que jamás conocí, ¡una manada de más de doscientas hembras!, aunque para manejarla tiene ayudantes, claro es. Él no emite luces azules pero está muy interesado en nuestra relación. Se lo conté, y me pidió que alguna vez le llevara a uno de nuestros encuentros. No te importará, ¿verdad?
Yo contesté,
–No, en absoluto. ¿Son también músicos tus amigos?
–Bueno, en los viajes solemos cantar juntos, pero no se puede decir que conozcan la música de los humanos. Se lo he explicado, y me ha dicho que tomará buena nota de lo que suceda.
Luego yo me acordé de algo.
–¿Has vuelto a tener noticias de los que nos miran desde la estrella?
–No, ya sabes que ellos no se molestan por nosotros. Cuando se manifiestan, lo hacen de manera inequívoca. ¿Por qué me preguntas eso?
–No, en realidad por nada. Yo aproveché aquella ocasión para pedirles un favor y no sé qué habrá sucedido. Fue mi madre quien apareció en su nombre, pero de momento no han dado señales de vida.
–Bueno, hay que tener paciencia, el olvido no entra en sus planes. Si deciden complacerte, te darás perfecta cuenta.
Cuando llegamos al lugar convenido, los tres cachalotes nos hicieron un recibimiento propio de su especie, la denominada Physeter macrocephalus, expresión latina que significa "soplador cabezón". Nos recibieron con un gran concierto de bocinazos, mugidos y resoplidos en todas las frecuencias, y luego nos rodearon y mostraron bien a las claras su alegría, y para que no quedara duda ejecutaron una serie de danzas y saltos, a los que mejor habría que calificar de panzazos, que dejaron al barco y a nosotros chorreando. Javi levantó las manos y gritó, ¡eeeeehhh, quietos, nos rendimos!, y aunque no entienden el español lo comprendieron perfectamente. Bucearon un poco y se colocaron simétricamente, mirándonos con atención y ronroneando como gigantescos gatos. Javi y yo nos bañamos en el mar, un baño siempre viene bien para relajar el cuerpo y despejar la cabeza, y luego empezamos a pensar en comer algo, porque lo que nos había llevado hasta allí, la música, no comenzaba hasta el atardecer. No sé cuál es el motivo de que a los cachalotes les gusten los cánticos vespertinos, pero es así. Entonces Eudoxio levantó la cabeza, soltó uno de su horripilantes gritos y se sumergió, desapareció bajo las aguas y sus amigos no tardaron en seguirle, desaparecieron los tres. Javi, sorprendido, dijo,
–¿Tú crees que se han ido? –y yo contesté,
–No, en todo caso habrán bajado a comer. Cuando se van, siempre avisan antes. Podíamos aprovechar también nosotros. ¿Qué tenemos por ahí?
–Todavía queda guiso de la marmita de Petra.
–Bueno, pues vete calentándolo.
Yo estaba mirando la superficie del mar cuando uno de ellos apareció de improviso. Apareció lejos, a media distancia, y se quedó allí, observándonos. Yo le hice señas con la mano y luego apareció el otro, que se puso a su lado. Me miraban como si estuvieran muy interesados en algo, yo me preguntaba en qué, y miré a mi espalda..., y en ello estaba, cuando de repente oí un ruido conocido. ¡Eudoxio, y sus inconfundibles trompetazos, emergía junto a nosotros!
Aquello fue como un huracán, y en un primer momento creí que nos hundía. La cabeza del cachalote apareció sobre las aguas tumultuosamente, muy cerca, y de ella salió una ola, o eso me pareció. Salió muchísima agua que me cayó encima, me empapó y llenó el barco, escurrió y volvió a caer por los imbornales a su lugar de procedencia mientras miles de objetos culebreaban en todo lo que me era dado ver, todo se había llenado de pequeños objetos blancos que se movían e intentaban huir desesperadamente. Javi subió las encharcadas escaleras corriendo, ¿qué ha pasado?, ¿qué es esto...?, y yo solté la carcajada. ¿Cómo no se me había ocurrido antes...? Eudoxio nos había llenado el barco de calamares.
Efectivamente, lo que había en la bañera eran unos cefalópodos pequeñitos, maravillosos, de los que yo no había vuelto a ver desde que era pequeño, cefalópodos de verdad, sin ningún cruce genético de tipo industrial, sin conservantes ni colorantes ni atomizantes ni nada de eso, y vivos, a juzgar por el follón que había en la bañera. La gran mayoría había caído al mar, porque el escupitajo de Eudoxio había sido monumental, pero los que habían quedado en el fondo, que Javi y yo, tan estupefactos como es de imaginar nos apresuramos a recoger, estaban vivos; debían de ser abisales y frescos, vamos, recién pescados. Eudoxio, que debía de subir directamente desde abajo, desde varios centenares de metros, a lo mejor más, había cogido un puñado, para él un bocadín, para nosotros un banco entero, y sin más nos los había escupido encima.
–Los humanos prefieren los maganos porque tienen la dentadura sensible, esto ya se apuntó, y ahora vais a saber vosotros, humanos de vuestro tercer milenio, lo que es el pescado fresco; de esto ya no se acuerda casi nadie. ¡Ahí va...!
Acto seguido nos metimos en la cocina con aquel tesoro, y con lo que teníamos almacenado hicimos un guiso de los que poca gente ha conocido. Lo he dicho mil veces, ya nadie se entera de nada, y de aquello tampoco porque Javi y yo, en cuanto la preparación estuvo a punto, media hora después, nos apresuramos a comérnosla, y eso que nos salió una enorme sartén que incluso rebañamos con pan duro. ¡Maganos con toda la tinta!, pimiento verde, aceite de alguna aldea de Zamora, ajos de la ristra, un montón de tomates que previsoramente llevábamos, una gran cebolla roja..., aquello fue todo, y para cocerlos añadimos agua del mar, así que, ¿qué más querrían oír ustedes...? Pues aún diré que guardamos con todo cuidado los sobrantes para ocasión posterior, y que mientras estuvimos merendando aquella maravilla Eudoxio y sus amigos desaparecieron, debieron de irse a merendar ellos también, se sumergieron y estuvieron un rato por allí abajo, y luego, cuando hubimos acabado, con el buen cuerpo que te dejan estos alimentos, volvieron a subir y se dedicaron a dar vueltas alrededor de nosotros muy despacio, como esperando algo, y entonces Javi cogió la gaita y yo la trompeta, y mientras se desarrollaba el crepúsculo, mientras el Sol se ponía allá lejos con sus acostumbradas luces, primero naranjas y luego más rojas, y al fin, cuando desapareció del todo, ante un público formado por dos catodontes adultos y expectantes dimos un concierto como nunca antes oyeron las olas del mar ni ninguna de las ninfas del océano, un concierto marítimo y crepuscular, un concierto en trío para trompeta, gaita y continuo. El continuo lo hacía Eudoxio, que a veces parecía un órgano de tubos y a veces un violonchelo cósmico, ¿o era una viola de gamba cósmica...?, no sé, e incluso a veces el instrumento del continuo por excelencia, el clavicémbalo. A partir de ahora te voy a llamar Juan Sebastián. Para algo tenían que servir las conversaciones de puerta chirriante, y modulas con suficiencia, parece que te ha enseñado alguien. Claro, que después de tanto tiempo ensayando juntos, algo habrás aprendido...
Esta idea se la brindo a futuros músicos, o a músicos del futuro. Yo creo que se puede desarrollar mucho.