lunes, 16 de marzo de 2009

A mí no me desvirgó mi padre...

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Fragmento de la novela denominada "La efímera vida de Nastasia". El texto que va a continuación ha sido muy celebrado (tiene gracia) por los lectores de blogs, muchos de los cuales andan buscando términos como "desvirgar" y otros por el estilo. Bueno, pues que nadie se frote las manos, que aquí no hay nada verde, sino un trozo de una historia real como la vida misma.

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A mí no me desvirgó mi padre... 
¿Ya dije que a mí no me desvirgó mi padre porque no le dejó mi madre? Bueno, pues si no lo dije antes, lo digo ahora: a mí no me desvirgó mi padre porque no le dejó mi madre, que si no..., porque él lo intentó, bien lo sabe Dios, o lo medio intentó, pero una vez más mi ángel guardián, o sea, mi madre, apareció en el momento oportuno y le chafó la operación. Además, aquello fue con premeditación, porque aunque el día en que sucedió estaba borracho, llevaba tiempo pensándolo, eso lo sé seguro, y con nocturnidad, y de la alevosía no voy a decir nada porque no estoy segura de lo que significa, pero seguramente también; allí concurrió todo.
Era por la noche, como a las diez, y yo estaba a punto de meterme en la ducha cuando se oyó la puerta de la calle, mi padre, evidentemente, porque mi madre solía cerrar de otra forma, y luego unos pasos misteriosos, unos pasos raros... Yo pensé que a lo mejor había entrado alguien y abrí un poco, lo justo para mirar, con tan mala suerte que en aquel momento él pasaba por allí tambaleándose. Mejor dicho, él estaba ante la puerta con una expresión rarísima, una expresión que nunca le había visto. Venía como una cuba, y aunque solía beber bastante, cubatas y todo eso, no era de los que se les nota. Sin embargo, aquella vez fue diferente. Me miró de medio lado, empujó la puerta de un manotazo, la abrió del todo y, balbuceando con una extraña y aguardentosa voz, me dijo, a ver..., qué estás haciendo... Se vino hasta mí con rápidos pasos, me agarró por una muñeca, y yo, pasmada, intenté soltarme, pero con tan mala suerte que lo único que conseguí fue que me retorciera el brazo.
–¡Ayyy...! –chillé–, ¿qué haces...? –pero el no me soltó, todo lo contrario.
De repente me encontré cara a la pared e inmovilizada y sólo tuve un segundo para pensarlo, porque, acto seguido y antes de que pudiera hacer o decir nada, con la mano que le quedaba libre me bajó de un tirón las bragas por detrás, no digo más. Yo me quedé tan sorprendida que pegué un grito. Intenté volverme, o sea, darme media vuelta, pero él no me dejó. Como me tenía agarrada por la muñeca sólo pude darme un cuarto de vuelta y forcejear, y él gritó, ¡estate quieta...!, y con las mismas me dio un azote bastante fuerte en todo el culo.
Yo me quedé helada; vamos, que me quedé paralizada. En la vida me había sucedido algo semejante, y mucho menos con mi padre. De acuerdo en que él era una bestia, y se comportaba conmigo de la forma más grosera posible, pero aquello era distinto. Estaba fuera de sí y había perdido por completo el control, bastaba con verle. No podía ni articular y se tambaleaba, y además me echó una mano al cuello, me agarró con fuerza por el cuello, por detrás, y me hizo daño, tanto que chillé histéricamente, ¡ayyy...!, ¡suéltame...!, pero claro, entre unas cosas y otras resulta que yo estaba pegada a él, y al apoyarse noté en el sitio justo..., ¿se imaginan ustedes lo que noté? Pues sí, eso fue. Entonces creí llegada mi última hora y me dije, las tijeras de las uñas, ¿dónde están las tijeras de las uñas?, porque las tijeras de las uñas eran unas tijeras curvas que conocía desde que nací, unas tijeras pequeñitas y medio oxidadas que siempre estaban en un cestito en una de las baldas, lo que seguramente sucede en muchas casas. También había unas limas y otros adminículos para estos menesteres, todos muy viejos, pero a mi cabeza vinieron las tijeras, las tijeras curvas, las tijeras curvas y como muy a propósito para metérselas a alguien sabe Dios por dónde, por donde pudiera... Sin embargo, era tal mi ofuscamiento que aquella idea, tal como me vino, se fue. Ni me atreví ni me dio tiempo a hacer nada. Yo sólo quería salir de aquella marea ascendente que amenazaba con ahogarme y empecé a dar tirones y a contorsionarme, y como el suelo estaba mojado, me caí, y él encima. Ya no digo que se tirara, no, pero era tal la confusión que se cayó, y claro, como el cuarto de baño era pequeño, se me cayó encima. Sin embargo, yo había conseguido soltarme y me puse a manotear sin saber ni lo que hacía...
La situación era desesperada, calculen ustedes. Yo allí, tirada por el suelo y con el culo al aire, forcejeando, pataleando y chillando como una condenada. ¡La ola gigante me había alcanzado, una de esas olas gigantes y asesinas...! Cuando viene la ola no se puede hacer nada, sólo encaramarte al lugar más alto que tengas a mano, y si tienes suerte la ola pasa por debajo y ni te toca. Si tienes una montaña cerca, lo mejor es subir a ella; lo más seguro es que hasta allí no sea capaz de llegar la ola gigante y asesina... Yo tenía que subir a algún lado, sí, pero en mi ofuscamiento no sabía cómo hacerlo..., y entonces, de repente, se oyeron nuevos ruidos.
Se oyó la puerta de la calle cerrarse y otros ruidos por el pasillo, pasos acelerados que culminaron con la entrada de mi madre en donde estábamos. Entonces los gritos se redoblaron, y aunque yo, desde mi nube, no entendí casi nada de lo que se dijo, dos palabras sí se quedaron por allí flotando como si rebotaran en las paredes. Estas dos palabras eran, hijoputa y niña.
–¡Hijoputa!, ¡niña...!, ¡hijoputa!, ¡niña...! –era como si tuvieran eco.
Luego abrí los ojos y vi la cara de mi padre que, histéricamente y como si le estuvieran haciendo mucho daño, se retiraba de mí, se elevaba, se alejaba..., porque mi madre le había agarrado por los pelos y le estaba levantando a pulso, o a tirones, y que te levanten por los pelos a tirones, más estando borracho y babeando, no debe de ser una situación envidiable. Total, que le debió de hacer tanto daño, o que se le revolvieron las tripas aún más de lo que ya las traía revueltas, que, ¡plas!, soltó una vomitona monumental que me cayó encima entera, un poco en la cara pero casi todo lo demás en el cuello y zonas colindantes, y de allí se escurrió al suelo. Yo solté un berrido como no oyeran los siglos. Cerré los ojos y la marea de antes me cubrió por completo, aquella vez sí que casi me ahogo.
Yo tosí, escupí, rugí..., ¿qué más podría decir...? Los líquidos de mi cuerpo se convulsionaron de tal manera que me pareció que me hinchaba y elevaba... Sin embargo, el que se elevaba era él. Hacia allá arriba se iba su cara descompuesta, su cara irreconocible. Se levantaba más y más y yo pude al fin respirar, pero no sin tan mala fortuna que tragara alguna de aquellas miasmas que sobre mí había arrojado, y que me supieran a rayos, de suerte que, aterrorizada, me incorporé demasiado deprisa y me golpeé con el canto del lavabo, que por allí cerca me aguardaba, quedándome por un momento aturdida y confusa.
Luego se oyeron más golpes, portazos, gritos lejanos, en fin, todo lo que a ustedes se les ocurra, y al cabo de un momento entró mi madre muy apresurada en el baño, en donde yo, balbuceando, moqueando y tosiendo como si me ahogara, intentaba vanamente ponerme del todo en pie, pero ella me ayudó y me dijo,
–Métete a la ducha, venga –y cuando lo conseguí me regó de arriba abajo.
El agua debía de estar fría, pero de eso no me di cuenta. Yo noté el agua que me quitaba la mierda, que se la llevaba hasta el desagüe, y por un momento estuve quieta, aunque balbuciente...
Pocas veces había oído chillar a mi madre, que habitualmente se comportaba de la manera más exquisita, incluso en situaciones que no lo merecían, pero aquella vez lo hizo por todas las anteriores, y es que las circunstancias no eran para menos.
Yo había oído un berrido que no comprendí, vamos, sí, entendí dos palabras, hijoputa y niña, y lo demás lo supongo. Luego asistí a un terremoto del que no salí descalabrada por pura casualidad, y como colofón me encontré sumergida en una considerable inundación de jugos gástricos ajenos, imagínense ustedes, ¡como para no gritar...!, y todo esto sucedió cuando yo acababa de cumplir los trece años, la mejor edad, según muchos hombres, entre ellos mi padre, pero lo que cuento –algo más común de lo que puede parecer a simple vista, según me he enterado después–, tampoco me parece tan raro porque mi padre se cogía unas cogorzas considerables, esta era una de sus facetas más características, y yo, a la edad que dije, tenía un culo como un balón de fútbol, más o menos, sobre todo por lo redondo, aunque seguramente también por las patadas que me había llevado precisamente de él. La naturaleza es sabia y nos defiende, crea capas de grasa acolchada en los lugares adecuados..., y con lo que a mi padre le gustó siempre eso del fútbol...
Esta sería una explicación, aunque ya sé que no entera, pero para resumir diré que si mi madre no llega a casa en el momento oportuno, a mí no me salva ni la caridad; ya me tenía cogida por todas partes, y lo siguiente iba a ser... Yo entonces lo vi venir claramente, llegué a pensarlo, pero yo era pequeña, y cuando se es pequeña todo resulta muy confuso. A lo mejor no se hubiera atrevido, por ejemplo, o no hubiera podido, porque los borrachos casi nunca pueden hacer esas cosas... En fin, cualquiera sabe, y por ello prefiero no decir una sola palabra más; en estos asuntos es mejor ni pensar.
¡Pobre mamá!, con lo que tuvo que lidiar. Mi padre borracho y devolviendo, y, presumiblemente, revolcándose en su propia mierda en la cama, ¡en su cama...!, y yo, histérica y descompuesta en el cuarto de baño, gritando, balbuceando, sin saber lo que hacía ni lo que decía, ¡vaya panorama...!, pero mi madre era una persona única. Ella sola pudo con todo. No sé lo que haría con mi padre, aunque aún fue un par de veces a su cuarto con toallas y jofainas y volvió renegando, pero a mí, cuando me harté de dejar que corriera el agua sobre el cuerpo, me dijo,
–Nastasia, vete a la cama, anda, que ahora voy yo –y despavorida y desnuda salí del baño, recorrí el escaso trozo de pasillo a la carrera, entré en mi cuarto, cerré de un portazo y me senté en la cama a llorar.
Allí fue donde me encontró ella al cabo de un momento, medio lloriqueando, temblando y con un gran susto en el cuerpo, y lo único que, entre hipos y otros estremecimientos, podía decir, era, ¡y me tenía cogida por las muñecas!, ¡y me tenía cogida por las muñecas...!, y mi madre, después de hacerme acostar, estuvo durante mucho rato pasándome un pañuelo mojado por la frente, lo que debe de ser un remedio muy bueno contra los ataques de histeria porque en seguida empecé a encontrarme mejor. Ya no respiraba afanosamente, y pronto me fui quedando relajada y como medio dormida..., aunque lo que sucede es que en una situación como la que describo no te puedes quedar dormida, por lo menos dormida del todo. En cuanto cierras los ojos una nueva convulsión te agita, algo que tienes dentro de la cabeza te asusta y te incorporas como si la casa se cayera, ¡mamá...!, pero mi madre seguía allí, sentada en la cama y mirándome..., aunque al final sí que me quedé dormida, porque ella, viendo cómo estaba, me dio una pastilla que sacó de no sé dónde y me quedé frita en brevísimo, y además se quedó conmigo y me estuvo tocando la cabeza como en los viejos tiempos... Eso es lo último que recuerdo, mi madre me acariciaba la cabeza y...
Aquello se olvidó pronto. Vamos, quiero decir que yo, tras unos días en casa de tía Conchita, adonde me mandó mi madre a la mañana siguiente...


(continuará)


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