miércoles, 23 de junio de 2010

Noche de san Juan

-

A guisa de ilustración coloco aquí unos enlaces y otras movidas para que quien quiera les eche una ojeada; el texto está sacado de una de mis novelas, "Europa barroca".

-

----------------------------------------------

-

A los que nos fuimos aquel año del college nos hicieron una fiesta de despedida en la piscina, una fiesta en la que estuvimos todos metidos en el agua, y a una profesora que no quiso meterse porque no tenía traje de baño, la tiramos y después no quería salir. Comimos y bebimos en el agua, dimos saltos desde el trampolín, echamos carreras, y luego, al final, salimos del edificio, hicimos una pira con todo lo antiguo, la ropa vieja, los lápices gastados y rotos, los apuntes que nunca más íbamos a ver...

–¿Y los amores no correspondidos?

–Sí, por supuesto, también los amores no correspondidos. Y los malhumores e impaciencias y amarguras, las aflicciones y desengaños y todas esas cosas que no deben quedar en la memoria...

... y estuvimos bailando a su alrededor hasta que amaneció; también bebiendo bastante de un combinado temible que teníamos en un balde, e invitamos a todo el mundo, condiscípulos y profesores. Cuando una es joven puede bailar y beber hasta la amanezca, y cuando la fiesta termina, cuando comienzan a clarear los cielos de oriente, es el momento de hacerse un ovillo sobre la hierba, a ser posible debajo de un árbol, y dormir en grupo con los que te han acompañado. Algunos roncaban, pero eso sucede siempre y no era el momento de protestar.

-


Los piratas de las gafas de sol van a tomar unas cañas

Viaje al verano

El verano en la costa norte de España (2'12'')

-


miércoles, 9 de junio de 2010

Huevos con patatas


-
A veces sucede que uno no sabe qué hacerse para cenar, y entonces tiras de comodín: ¡huevos con patatas...!, que son buenísimos. Lo mismo suele ocurrir con otras manifestaciones del espíritu, y lo que sucede entonces es que buscas en la carpeta de desechos de tienta hasta encontrar algo que cumpla la función.
Comodines, desechos de tienta... Bueno, pues sí, que esto que va a continuación tiene bastante de ello. Es un cuento que escribí in illo témpore sin pies ni cabeza. Como en esto de internet hay gente que le gustan las cosas raras, lo pongo aquí. Va de unos que quieren abrir un bar.

----------------------------------------------

EL BAR INFINITO

Érase una vez que treinta amigos, como los días del mes, querían abrir un bar. Lo malo de querer abrir un bar seis mil cuatro años después del principio del mundo –según las cuentas que echó aquel arzobispo de enrevesado nombre y que lo fue de Armagh, pintoresca localidad irlandesa, aunque de esto hace ya bastante tiempo– es que la burocracia existe, y si son treinta... Así, al pronto, parece que bastaría con tener ganas y dónde, pero la realidad es muy otra.
Para aclarar conceptos, los treinta amigos (digo amigos, pero las mujeres, las señoras y señoritas, que de todo había, tenían una cuota normal, una cosa como del cincuenta por ciento) convocaron una asamblea en la botica del boticario, que era un lugar como cualquier otro. Eso sí: todos aquellos armarios de nogal y castaño, y todos aquellos frascos de loza blanca con su letrerito... (¿Y qué decir del olor a alcanfor...?).
–¡Qué de gente!
–Claro, mujer...
Los que habían llegado antes ya estaban de palique.
–Lo malo de ponerse a trabajar es que te conviertes en un ser extrañísimo que está todo el día dando gritos.
El asesor fiscal, al que unas veces se llama don Bernabé y otras Orlando furioso –aunque la mayor parte de la gente le conoce como don Facundo, vaya usted a saber por qué–, y que es uno más de los miembros de la amplia y ecléctica pandilla, esperó a que la gente hubiera tomado asiento. Luego, tras pensarlo un poco, dio unos golpecitos en el atril.
–Señores...
En principio sólo había dos formas de encarar el asunto: o por lo legal, o en plan pirata. Eso ya lo sabían algunos, y los demás se supone que lo imaginaban, pero siempre está bien decir las cosas en voz alta; por si acaso.
Si lo hacían por lo legal, bueno... Como iban a trabajar todos, un día cada uno –que ya son ganas de complicar las cosas–, existía un inconveniente, un inconveniente que, a primera vista, parecía insalvable: tenían que fundar, dar de alta y poner en funcionamiento, una gestoría dedicada a surtirles a diario de papeles diversos. La baja del de ayer, el alta del de hoy, etc. Cosas del Auxilio Social, esa institución moderna que, a pesar de sus muchas y evidentes ventajas para los más desfavorecidos, tiene como última finalidad complicarlo todo; y si no la tiene, lo parece.
–¿Y no se puede recurrir a una gestoría ya existente?
–Se puede, pero entonces, ¿qué ganamos?
–Pues a ver quién toma el testigo.
–Eso. A ver.
Esta era una cuestión, pero se podría hablar de un sinfín de ellas. Lo de la basura, por poner un ejemplo.
–¿La basura? Bueno, cada día la saca uno.
Don Bernabé ya lo sabía: que la mayor parte de la gente no tiene ni idea de nada. No hablamos ya de cosmología, no: de nada de nada.
–Sí... El problema es que luego viene el camión de la basura y su mariachi y se la llevan...
Don Facundo hizo una pausa. La concurrencia le observaba expectante.
–... y a fin de mes pasa el Ayuntamiento con la rebaja.
La mayoría, como acabamos de decir, no tenía ni idea de qué iba la fiesta. Vamos, que ni les sonaba, lo que suele ser muy normal.
–Cómo... ¿Que cobran por llevarse la basura?
–Pues claro, hombre, ¿no lo sabías?
En el fondo se dejaron oír unos murmullos. Orlando furioso miró por encima de las gafas y continuó.
–Ahora vamos a hablar de la radicación.
Lo de la radicación solo lo escucharon algunos. Radicarse, menudo verbo, reflexivo... Arras, uno de esos melenudos que parece que se han escapado de alguna historieta de nuestro viejo amigo Shelton, o sea, que por el aspecto llevaba un retraso de unos treinta años, y que además era un etimologista aficionado y le encantaban las reiteraciones, empezó a darle vueltas en el coco.
–(Radicación... Radical... Raíz..., del latín radix, radicis. ¡Eureka! ¡La raíz de la raíz...! ¡La cuadratura del círculo!).
Arras no dijo nada, sólo lo pensó, pero empezó a rebullir en la silla.
–Qué..., ¿te estás quieto?
Arras, el melenudo, se estuvo quieto.
–Y ahora del iva...
La mayoría de los asistentes, oído que hubieron aquello, se hacían cruces y meneaban la cabeza... ¿Era posible que la cosa fuera tan complicada? Los pensamientos de don Facundo iban en otra dirección. Él pensaba, ¿será posible que tan pronto cunda el desánimo? Don Bernabé, alias Orlando furioso, que había bregado en muchas y muy difíciles batallas, lo tenía claro: esto pasa por trabajar con aficionados. Pues a ver qué dicen ahora.
–Además será necesario que uno se convierta en correo, en niño mensajero... Éste deberá tener moto, don de gentes y ser experto en las difíciles artes de lidiar con las cajeras de las Haciendas públicas.
El grito, llegados a este punto, era unánime.
–¡Imposible! ¡O si no, que vayan Andrea y Laura...!
Andrea y Laura, nuestros angelotes de siempre, protestaban.
–Oye, ¿por qué nosotros...?
–Hijos, vosotros no tendréis moto, pero tenéis alas.
A don Facundo no se le había acabado la cuerda, ni mucho menos.
–Pues eso no es nada. Todo el que se vaya a poner detrás de la barra deberá sacar, por ley, el denominado «carné de manipulador de alimentos»..., luego hay que añadir treinta carnés de manipuladores de alimentos.
–Pero ¿cómo es eso? ¿Te hacen un examen?
–No, te echan un vídeo y luego te preguntan. Sacárselo es una chorrada. Sólo tienes que jurar –o prometer– que te vas a lavar las manos cada vez que vayas al baño y unas cuantas cosas así...; y pagar, claro.
–¿También se paga por eso?
–También. Como ya se sabe, el Estado mete las narices donde puede, que de eso vive. Yo siempre pongo como ejemplo las tasas. ¿Que va usted a renovar el carné de conducir? Pues tasa al canto. ¿Que va a pescar truchas? Lo mismo. ¿Que va a...?, etc. El Estado funciona porque hay gente que hace cosas, que si nos estuviéramos todos en casa quietos viendo la televisión y respirando sólo lo imprescindible, otro gallo le cantara.
–¡Muera la televisión!
El grito, anónimo, partió del fondo.
–Muy bien dicho, pero aquí no hemos venido a hablar de política.
En esto, como en todo, había diversidad de criterios.
–Hombre, y ¿por qué muera? A mí me gusta...
Quien lo dijo lo dijo en voz baja, como si no estuviera muy de acuerdo. Aquello dio pie para todo un cúmulo de consideraciones.
–Bueno, ¿y los telediarios? Primero sale una gallina bastante repeinada, una gallina de colores eléctricos en un estudio de televisión, y luego otra gallina en un páramo, ésta ni peinada, mirando a la cámara, cacareando y aguantando un micrófono con la mano. ¡Y a eso le llaman información...!
Chiquita del Paraná, secundada por algunas mujeres, protestaba.
–¡Qué machista! Pero ¡qué machista...!
–Sí, desde luego, hay que ver... ¡Métete con los de arriba!
–¿Con los de arriba? Pero si todos los jefes de redacción son del bello sexo...
–¿Del bello sexo? Éste es gilipollas...
Don Bernabé, en su calidad de moderador, y no porque le importara lo más mínimo lo que allí estaba sucediendo, se afanaba en poner orden...
–Haya paz, señoras y señores.
... aunque nadie le hiciera caso.
–Oye, ¿y con éste vamos a montar un bar?
Don Facundo, viendo venir el nublado, decidió cortar por lo sano.
–Si no os calláis, no puedo acabar. Ahora mismo iba a decir lo de María.
Hubo un momento de expectación, sí, porque hasta María (lo han adivinado ustedes: precisamente María la superpija, que, viendo cómo están las cosas, no podía faltar) llevaba su parte.
–Y tú, María –lo de superpija no se lo decía–, que estás acostumbrada a hacer la tortilla de patatas –esa majestuosa tortilla de patatas con que nos deleitas– según las normas DIN..., ¿sabes lo que te espera?
María la superpija no tenía ni la menor idea, pero para algo estaba allí Orlando furioso.
–Pues yo te lo diré: el Estado, con su poder omnímodo, su largo brazo y su burocracia impía –o sea, que no tiene piedad– te obligará a hacerla según las normas ISO. Qué, ¿qué te parece?
María no se lo podía creer, aunque bueno, en realidad tanto le daba; ya hemos visto que a esta chica no le perturbaban demasiado semejantes extremos.
–Bueno, pues así es todo.
Don Bernabé, viendo las caras, tuvo un rasgo de humor.
–Ahora un descanso de diez minutos para echar un cigarro. ¡Pueden fumar, señores!
Todo el mundo se levantó, los más con cara de cansados. Alguno hasta bostezaba, y es que esto de los discursos...
–¿No te ha gustado el speech?
–No, si lo malo no es el speech. Yo, es que antes de empezar, ya estoy cansado. Y además, es que anoche me cogí una...
Emilio el pasta, que era sobrino lejano del general Martínez Campos, se expresaba, por lo común, con obviedades.
–¿Un sobao?
–Bueno, si no es de Martínez...
Emilio el pasta tenía un saque criminal: se tomaba el bacalao con sobaos. Además conocía otras mezclas.
–Te digo yo que al gazpacho se le puede echar coca cola: se lo he visto hacer a los japoneses en Sevilla.
Iulius, Iulius Saint-Tropez, por su parte, estaba rindiendo cuentas. Como cuando se mamaba no sabía lo que decía, pues eso, luego pasaba lo que pasaba.
–Pero, ¿no habíamos quedado el martes para lo de la merluzada?
Lo de la merluzada consistía en cocer la cabeza y las espinas, y con el caldo, salsa de tomate, arroz, una cebolla, un par de huevos duros y lo que se le pudiera sacar a los despojos, hacer una sopa. La cola se cocía ligeramente, y con una mayonesa como Dios manda, segundo plato, y los filetes se rebozaban, se freían sólo lo justo y se comían de tercero. Iulius rebuscaba en su memoria.
–Hija, me parece que el otro día quedé contigo, con Carola, con Néstor, con Nadine (la de la verdulería), y con el novio de la concejala de festejos.
–Pero ¿va a dar para todos? Las merluzas buenas sólo suelen pesar tres o cuatro kilos.
–No, con Carola fue para hacer un tayín; con Néstor un pil-pil que no tarde tres cuartos de hora en ligar; con Nadine (la de la verdulería) había hablado de castañas con chorizos, y con el novio de la concejala de festejos, naturalmente, de alubias con morcilla de Villarcayo; todo esto si no me falla la memoria.
A Iulius, Iulius Saint-Tropez, en cuanto se mamaba le entraba un hambre fenomenal. Lo de la memoria, de todas formas, está claro que no le fallaba; todo lo contrario que a Sacristán, que había sido camarero en un bar que se llamaba «La tuna». Sacristán era cocinero de verdad, y además amigo de la infancia del alcalde de su pueblo. El alcalde de su pueblo, que era de los que opinaban que como lo de casa, nada, contrataba a Sacristán con cargo a los fondos municipales para que instruyera a las marujas de su pedanía en las artes culinarias. Sacristán estaba especializado en cocidos, pero con el tiempo, viendo que nadie se enteraba de nada y que las tales amas de casa aprovechaban sus charlas para darse al cotilleo, acabó por hartarse.
–No, yo ya no hablo nunca de los cocidos, ya estoy harto de hablar de cocidos. Ahora sólo doy conferencias acerca de un tema: «Sobre el bicarbonato».
–¿Sobre el bicarbonato? Pero, ¿tan duros te salen que tienes que tomar bicarbonato?
Sacristán elevaba los ojos al cielo y, pese a que se consideraba un agnóstico, pensaba,
–(Señor, perdónales, porque no saben lo que dicen).
Sacristán conocía estos asuntos del colegio; lo de la cocina lo había aprendido después.
Al cabo de los diez minutos la peña volvió a ocupar sus sitios y don Facundo a subirse al estrado, aunque esta vez para despedirse.
–Señores, ya hemos visto, con cierta extensión, el aspecto legal del asunto. En mi modesta opinión..., también se deberían estudiar las posibles alternativas, todas bordeando la ilegalidad, que se abren ante nosotros, pero esto ya no me compete, por lo que aquí arriba no pinto nada. Que hable otro.
Y se bajó. Pablito clavó un clavito (a veces don Pablo), alias el chapuzas e improvisador nato, decidió dirigir el cotarro.
–Venga, sí, que hable el chapuzas.
El arquitecto Pablito clavó un clavito, alias el chapuzas...
(Una de sus especialidades consistía en tallar a punta de navaja zanahorias en forma de caballito de mar. Además estaba empeñado, ¡como tantos!, en construir una escalera al cielo, y se hallaba allí porque su novia pertenecía a la vasta pandilla).
... subió al estrado. A Pablito clavó un clavito aquello ni le iba ni le venía, pero si lo iban a hacer en plan pirata... Ahí va.
Primero, la decoración. Como quiera que el asunto tenía el cariz de ir a durar unos dos cuartos de hora mal medidos, un requisito indispensable era hacerlo con lo puesto. Pablito clavó un clavito, dado su oficio, se sabía algunos trucos.
–Una solución puede ser forrarlo con papel de periódico.
–Con papel de periódico, con papel de periódico... ¿Dónde se ha visto un bar serio forrado con papel de periódico?
Sin embargo, a otros no les parecía tan descabellado.
–Pero ¿quién ha dicho que vayamos a montar un bar serio?
–No. Yo es que si no, me borro.
–Bueno, bueno..., si todavía no se ha apuntado nadie...
A Pablito clavó un clavito le gustaba mucho el papel, los papeles en general.
–También se puede hacer de otra manera. Traemos a todos los niños que tengamos... A ver, ¿cuántos niños tenemos?
–Eso, que se sumen.
–Yo tres.
–Yo dos...
Al final resultó que había veintitantos.
–Bueno, pues la cosa es así: traemos a todos los niños, les damos un montón de rollos de papel de water para que hagan bolas, y éstas, mojadas en agua, se tiran contra paredes y techo. El resultado se deja secar un par de días. Queda bien y es barato.
La mayor parte de aquella gente era de lo más sosa.
–¡Pero éste qué dice...!
Y además, no hay que olvidarlo, los detalles. Por ejemplo, las actividades. Unos querían poner parchís y otros ajedrez. También estaba ese juego chino..., como se llame. Y las cartas, las barajas, las fichas, ¡los amarracos...! Los tapetes verdes también salieron a relucir.
–Yo tengo un primo en Lorca (Murcia), que nos los dejaría muy baratos.
–Lo malo es que se queman. En seguida les salen esas manchas negras con un agujerito en mitad...
–Y ¿por qué no ponemos un bar en pelotas? Todo vacío, las paredes blancas... Sólo la caja registradora.
A la seño de Mariquita, que era gorda y coloretuda, llevaba pañuelos de marca de los que las funcionarias usan como toquillas y se llamaba como una canción de Peppino di Capri (Roberta), la idea le pareció de perlas.
–¡Eso! ¡Viva el bar en pelotas...! ¡Y viva el churro de oro!
Aquello del churro de oro era, sin duda, una reminiscencia infantil, de las que ya se sabe que cada cuál tiene las suyas. Sí, algunos no beben pero eso no quita, que aquí todo el mundo tiene sus locuras.
Lo de la música era aparte. Unos que si música clásica y otros que si moderna... Jazz, barrocos, rock and roll, bossa nova, todo salió allí a relucir. Mariano el gandul era más partidario de la música moderna. De la del siglo XXI, como él decía.
–Ah, pero es que a ti, ¿no te gusta la música clásica?
–¿A quién? ¿A mí...? Yo, macho, es que cuando oigo música clásica..., ¡vomito!
Mariano (el gandul) era muy exagerado, la verdad.
–¡Vomito, macho, vomito...!
Mariano (el gandul) ponía tal cara de angustia que todos le creían.
... y aun otros ninguna música: el bar, en tal caso, se podría llamar «El silencio».
–«El silencio»..., «El silencio»..., pues ¡vaya nombre! –decía una garduña metida a menestral.
–¡Vaya! ¿Es usted una garduña metida a menestral?
La garduña se quedaba un poco cortada. ¡Hay que ver lo que saben algunos!
El pirata de las gafas de sol, que por un lado era como el del martini –claro, por las gafas–, lo que era muy propio para un bar, y por otro inventor reconocido, prueba suerte ahora.
–Yo tengo un nombre mejor...: «Los guerreros de mirada oscura de la toma de Cavite».
El nombre cayó como una bomba entre los que había por allí cerca, pero el pirata de las gafas de sol no estaba dispuesto a dejarse amilanar.
–Aunque ustedes no se lo crean, era una alpargatería que uno de mis bisabuelos tenía en Mombeltrán, Ávila.
Además, la limpieza.
Agamenón, que, como su nombre indica, era gallego y nacionalista, ¡hala!, ¡tararí!
–Patrón no friega.
Aunque era gallego lo dijo en castellano, contradiciéndolo todo.
–Pero, ¡hombre!, ¿no decías...?
Agamenón, que, además de gallego y nacionalista –y estudiante– era marino, lo repitió; por si no había quedado claro.
–Patrón no friega.
Aquello ponía las cosas difíciles.
–Cada uno según sus posibilidades y a cada cual según sus necesidades.
Eso. Y bueno, por último, las bebidas. El complicado cubata de los pobres, la amarga cerveza rubia y la dulce cerveza negra, el ron ultramarino, el vermú italiano y el orujo rascador, el gin-tonic de los señoritos...
–¡Qué de cosas! Y ¿hay que aprenderse todo eso?
–Digo yo... Si vamos a ser barmans...
–Pues habrá que montar una academia...
El tío Pepe, que estaba al fondo hablando de su tema preferido, la música, fue interrumpido. Al tío Pepe, que ya no cumplía los cuarenta, le gustaban las chavalas; normal.
–¿Has visto que tía?
–Na... Esa es muy mayor pa mí...
–¿Muy mayor pa ti...? ¿Entonces tú...?
–Mira, hermano, por si no te has enterado: las de treinta y muchos, como esa a la que aludes, hace ya tiempo que no me dicen nada. A mí me gustan las de quince.
–Hombre, ¡también tú...!
–¿Qué pasa con las de quince? A ver, ¿a ti cuáles te gustan?
–¿A mí...?
–Qué..., ¿no lo sabes? Bueno, pues yo sí. A mí me gustan las de quince.
El tío Pepe no discutía estas cosas. ¡Si lo sabría él...! Y hablaban de lo que hablaban.
–Bueno, pues lo que te decía... De entre las innumerables versiones que conozco de «Noche de paz», las mejores son: una, la de los niños cantores de Viena, en concreto una grabación de los años cincuenta que tengo en casa, y dos, la que canta una niña desconocida en «La taberna del irlandés», película, como usted sabe, de John Ford y ambientada en los mares del sur.
El tío Pepe pasaba del tú al usted con toda naturalidad. Honorio, apellidado de Ardanza, alias Cabezolín, era de lo más fantástico. Claro...
–(Ahora llaman a la puerta y...).
Efectivamente, llamaron a la puerta: toc, toc, toc. Melania, cuyo padre había sido hacía tiempo un gran forofo de aquella cantante que se llamaba Melanie y en la actualidad era la que estaba más cerca de la entrada, abrió. Un sujeto con aspecto de sargento (uniforme de campaña, gafas rayban, botas, fusil ametrallador bajo el brazo y galones, ¡ay, galones!), estaba allí, de pie. Entró sin preguntar nada.
–¡Eh!, ¿quién es ése? ¡Que no estamos en carnavaal...!
El sargento, que no tenía voz de actor de doblaje sino más bien de extraterrestre, o, ya puestos, de Pato Donald, hizo caso omiso.
–Señores, soy El Reverendo Microondas y estoy aquí buscando mis señas de identidad.
Como es lógico, aquello se lo tomaba todo el mundo a cachondeo.
–Sí, las señas de identidad... ¡Ponte las pilas, macho!
–¡Bueno, mira a éste..!
El Reverendo Microondas, que aquella tarde había decidido disfrazarse de sargento, levantó un brazo.
–Señores, hemos recibido informaciones de que aquí se está cometiendo un atropello..., una injusticia..., ¡sí..., una ilegalidad, un desafuero!, y he sido comisionado para impedirlo. Por si alguien tiene pensado hacer alguna tontería, les diré que me he traído la División Acorazada.
Lo que faltaba: ¡un sargento mandando una división...! Los que había alrededor del estrado se sublevaron.
–Pero, bueno, ¿es que ya no se puede ni discutir sobre la forma de encauzar los asuntos burocráticos?
–Sí, sí, los asuntos burocráticos... Ustedes –y no me digan que no, porque lo sabemos todo– están planeando abrir un bar sin autorización; eso lo primero... Y además y por ejemplo, ¿qué era eso de las niñas de quince años? ¿Y lo de las tasas? ¿Y lo del bicarbonato...? Señores, están ustedes faltando a todas las reglas del más elemental juego democrático. ¡Venga!, saliendo a la calle de uno en uno y con el carné en la boca.
La calle estaba llena de tanques con el motor encendido y soldados armados con la cara pintada de negro. ¡Honorio, Honorio de Ardanza –o sea, Cabezolín– no sabía en dónde meterse!
Desde el estrado se reclamaba seriedad.
–Oye, qué..., ¿seguimos con esto?
... pero a aquellas alturas ya nadie se enteraba de nada.
– Hablando de parejas, la cohabitación no conduce a ningún fin práctico. La pareja, como tú dices, puede que mole, pero si cohabita, está llamando a la puerta de su ocaso.
–Bueno, ese es una parecer.
–No sé quién –me parece que Stendhal– leía todas las noches dos páginas del Código Civil para pulir el estilo. A mí me pasa lo mismo con la mecánica cuántica. ¿Será malo?
–Oye, ¿y tú te acuerdas de Sylvie Vartan?
Fernando, el padre de Mariquita, sólo era un poco fotógrafo, pero, para que se vea cómo cambian las cosas, a estas alturas del relato tenía una novieta canaria que gastaba nombre de estrella. Tania, la piba de nombre de estrella –que por cierto, nadie sabe de dónde ha llegado– tenía la extraña manía, o afición, de agarrarle por las solapas.
–Anda, enséñame a hacer fotos.
–Bueno, mira. La luz entra por este agujerito y deja embarazada a la cámara.
–¡Tonto!
Al final, como no se ponían de acuerdo, y por las trazas no se iban a poner nunca, el boticario, que aún no había despegado la boca, se levantó.
–Señores, ¿saben lo que digo? Que como se hace de noche, me voy a tomar unas copas. El último, que apague la luz.