lunes, 4 de octubre de 2010

Niñas en la playa




Niñas en la playa..., ¡qué buen asunto!, ¿verdad? La verdad es que acerca de ello se podrían escribir libros enteros. Yo no he llegado a tanto, pero en mis novelas aparecen muchas niñas en las playas del mundo, que es una combinación perfecta y resulta de lo más literaria, y para que lo comprobéis, a continuación pongo algunos ejemplos. Son trozos entresacados de mis libros, y si alguien está de humor, los puede leer.

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Esto lo cuenta Juan Evangelista –aquel que vivió trescientos años– en la «Era de las máquinas», uno de los cuatro libros que escribió en el declinar de su vida y en el que habla de los sucesos que le tocó vivir durante el siglo XIX.

[...]
–Así es –dijo su madre–, y ya va siendo hora de que os bauticéis en las aguas del mar.
–¿Que nos bauticemos...? –dijo Alessandra–. ¡Si ya nos han bautizado!
Su madre la miró con guasa.
–No. Quiero decir que os sumerjáis en su seno.
–¿Que nos metamos en el mar...? –dijo Alessandra con estupor, pero Harriet la interrumpió.
–¡Sí, sí...! –casi gritó–. ¡Venga...! Pero ¿vestidas?
–No, mujer, vestidas no. Tenéis que quitaros los vestidos, claro...
... así que ellas, tras un montón de remilgos y dentro de sus almidonadas e historiadísimas ropas interiores, acompañadas de su madre, su abuela, la institutriz y un séquito de criadas que portaban toda clase de telas, se sumergieron en la gélidas aguas del océano Atlántico..., del que inmediatamente salieron amoratadas.
–¡Ayyyy...!, ¡mamá...! –y envueltas en toallas fueron conducidas ante el fuego que nos habíamos ocupado de encender, y allí, sacando fuerzas de flaqueza y no queriendo en su orgullo dar muestras de aterimiento, mientras tosían y temblaban como azogadas el agua les manaba por todas partes, tales fueron la cantidad de lágrimas y mocos que salieron de sus cuerpos.
Al fin, un buen rato después, cuando de nuevo se recompusieron y pudieron cesar en sus manifestaciones, lánguidamente extendidas sobre una enorme tela y muertas de risa, a una exhalaron,
–¡Ay, qué bien me encuentro...
... y es que el mar, como decía su madre, es uno de los mejores depurativos, aunque esté tan frío como el que ante nosotros se extendía.
[...]

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Esto lo dice Crucita en  «Crucita y yo», contándoselo a Palmira, su amiga del alma.

[...] bajo los cuales había tenido la precaución de ponerme uno de esos tangas blancos que son la perdición de los hombres.
–¿Síii...?
–Desde luego. No sé qué ven pero no lo pueden aguantar, y si te lo pones en la playa no te digo nada, entonces sí que la armas; a mí se me ocurrió hacerlo una vez y no he vuelto a probar. [...]

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Esto lo dice Nastasia, protagonista de «La efímera vida de Nastasia», una vez que hizo un largo viaje en vespa (a los catorce años) para ver el mar.

[...]
No sé ni lo que tardé, pero tampoco debió de ser tanto porque llegué al lugar al que me dirigía cuando aún era de noche. De pronto, tras muchísimas curvas, muchísimos camiones y muchísimas rayas blancas, la mayoría muy despintadas y difíciles de seguir, lo vi. Un letrero muy grande así lo decía, «PLAYA», y hacia allá me fui, bordeando un río que no llevaba agua, sólo charcos y basura, y no había coches ni nada. Todo estaba desierto y silencioso porque eran las horas que preceden al amanecer, y a esa hora, conforme se va corriendo el arco de sombra sobre el planeta Tierra, los seres vivos están en el momento alfa, no hay más que ver a las gallinas –bueno, y a los hombres, por lo menos a algunos–, y tras unos cuantos kilómetros más llegué a mi destino, ¡al fin! La carretera se acababa en una gran explanada iluminada por algunas farolas, y sin transición comenzaba la arena. Más allá, en la oscuridad, estaría el mar...
Había una barandilla de piedra invadida a trechos por la arena amontonada, y algunos difusos edificios cercanos, pero ninguno tenía luces y pensé que quizá se debiera a la hora. Yo paré la moto y me bajé de ella. Me quité el casco, que parecía habérseme quedado pegado a la cabeza, y de inmediato sentí una enorme sed y una gran impotencia, porque por allí no había nada de donde beber..., aunque, ¿quizá sí lo había? A lo lejos, pegado a la barandilla, vi algo que me llamó la atención, y corriendo como pude fui hasta allí. Era un grifo de los que, para lavarse los pies, a cada trecho suele haber en algunos paseos marítimos; yo nunca había visto uno, pero eso daba igual, me lo imaginé al momento. Apreté el grifo pero sólo salió un poquitín, un chorrito, y cuando la probé resultó que sabía fatal. Sin embargo, tenía tanta sed que a pesar del asco que me dio bebí un poco y se me pasó, y luego ya empecé a encontrarme algo mejor..., y después, tras dos o tres tragos más, volví a donde tenía la moto y me senté a su lado.
¿Qué hacer? A lo lejos se oía un leve ruido que atribuí a las olas del mar, pero lo poco que podía ver de playa estaba muy oscuro y no me atreví a aventurarme en las tinieblas. Aún era noche cerrada, pero yo sabía que en seguida iba a comenzar a amanecer, así que se me ocurrió recostarme en la playa tal cual. Me eché con el abrigo, que era muy aislante, al lado de la moto, y estuve intentando dormir. Cerré los ojos sobre el duro suelo –porque aquella arena era muy rara, estaba como dura. ¿Serían así las arenas de todas las playas? Muy otras eran mis noticias...– pero no lo conseguí; entre la pastilla, el frío y el cansancio, no podía dormir. Oía el manso mar a lo lejos, muy tenuemente, y así estuve un rato, acordándome de mi madre, que seguramente estaría soñando en aquel paraíso del que me había hablado, y de mi cama..., aunque algo amodorrada sí debí de quedarme porque de repente me desperté sobresaltada, muy molesta y sudorosa.
Abrí los ojos, y lo que vi fue un páramo de tierra marrón y asquerosa, o sea, como sucia, que me resultó muy diferente de las que yo había visto en los libros. No tenía ninguna clase de árboles en la orilla sino muchas casas, bloques muy altos y todos vacíos. No había nadie y todas las casas tenían las persianas cerradas –se veía que no era la época de las vacaciones–, de forma que me puse en pie, y poco a poco, mirando a mis desiertos alrededores, llegué hasta la orilla. Allí estaba el mar, sí, el mar que me había llevado a hacer aquel largo viaje, pero no se parecía en nada a lo que yo pensaba, en nada. El agua no era azul, como yo había visto en las películas, no, nada de eso, ni había olas ni viento ni gritones pájaros marinos sobre ellas; no había nada de lo que yo pensaba. Todo era gris y estaba sucio y muy quieto, como muerto. Aquello no parecía el mar sino un lago muerto. ¿Sería el mar Muerto...? Bueno, a lo mejor me había equivocado de camino y aquel era el mar Muerto..., y tampoco había amanecido un día radiante, aspecto del que yo tenía nociones por la literatura, sino que empezó a haber una luz acorde con el terreno, con el escenario, con el cielo, una luz así como grisácea y que no contribuyó en absoluto a animarme, aunque a pesar de todo paseé un poco por la orilla.
–Mar, ¡qué feo eres y qué sucio estás! Estás tan sucio como tu playa o esa explanada a la que he llegado. Todo está desarreglado y descompuesto. Tus olas son ridículas y antes he visto un pez muerto en tus orillas...
Yo le miré.
–¡Mar!, ¿por qué me has hecho esto?
... pero el mar no me contestó. Yo estaba allí, como tonta, mirándole otra vez.
–¡Mar!, ¿eres tú?
... pero el mar seguía mudo y desinteresado, aunque al final se dignara hablar.
–¿Qué quieres que te diga, boba niña, que te has dejado engañar por los libros? ¿De qué protestas? Tus mayores me hicieron esto, y ahora te quejas... Vuelve a tu casa y no digas a nadie que me has visto en este estado –y como me empezara a entrar miedo de tener aquellos pensamientos, di media vuelta y salí corriendo y no paré hasta llegar a la moto.
–¡Jo, moto!, el mar no me hace caso. ¿Tú te vas a portar bien? ¿Me devolverás a casa...?
Así que después de ver aquella plomiza agua y quedarme totalmente desilusionada, dado que súbitamente me pegó el bajón y empecé a encontrarme bastante mal, triste y desamparada y con mucho sueño, [...]

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Y esto es algo de lo que se narra en el «Viaje al verano».

[...]
El guateque siguió hasta altas horas, y la mayoría –de los mayores, claro está– agarró un pedo de campeonato. Para recuperarse un poco, allí, ya se sabe, no hay que tomar pastillas ni nada de eso; basta con bañarse un ratito en las olas tumultuosas.
–Bueno, me siento como si tuviera veinte años.
–¿Veinte años...? Yo me siento como si tuviera dos.
Sí, y es que esto de las olas delParaíso...
La pirata, Mariquita, la Pepi, Laura y Chiquita del Paraná, que se habían hecho muy amigas, por eso de despejarse se bañaron desnudas.
–Si quieres te dejo un traje de baño.
–¿A mí...? Na, a mí no me hace falta. A mí me encanta esto de...
... y luego fueron a secarse a una de las hogueras.
Antes de amanecer, como aquella noche había fuegos artificiales celestes, se subieron a una de las dunas para verlos mejor. Los fuegos artificiales del Cielo no son como los de aquí, sino más bien como una lluvia de meteoros, fenómeno conocido vulgarmente como «lluvia de estrellas». Los fuegos artificiales del Cielo no salen del suelo sino que vienen de arriba, de muy arriba, de muy lejos, y a una frecuencia de unos diez por segundo. Son unos fuegos como Dios manda, una cosa seria.
–¡Haaaala...!
–¡Miiiira...!
–¡Aaaaahhh...!
Los fuegos artificiales del Cielo son tan bonitos, tan abracadabrantes, que todos acabaron aplaudiendo.
–¡Pero qué bien...!
–¡Sí...!
[...]