domingo, 5 de diciembre de 2010

Episodio en el medievo

 



Como sabe alguno de los que leen, resulta que un servidor ha escrito varias novelas (yo diría que voy por la decimocuarta, aunque esto sea difícil de explicar...), y de una de ellas, que transcurre a caballo de los siglos XII y XIII, traigo hoy un fragmento escogido: sucede cuando la chica liga con el protagonista, es decir, al principio de sus relaciones, que suele ser la mejor época. Bueno, pues semejante trozo dice así:


Nosotros continuamos con nuestra cómoda vida en aquel lugar apartado en el que tan pocos sucesos ocurrían, dedicados a las obras de reconstrucción de antiguas paredes y saliendo algunos días a cazar, ejercicio que nos divertía a Lope y a mí, pero yo permanecí en todo momento absorto por la cercana presencia de tantos y tan importantes recuerdos, y mientras me preguntaba cuáles iban a ser las consecuencias y de qué forma iban a desarrollarse los acontecimientos futuros, llegué a concluir que, de inexplicable manera, pocas cosas me importaban... excepto ella, a la que sólo había visto durante escasos días y con la que únicamente tuve ocasión de mantener una escueta conversación, tan extraños son los senderos que la vida nos lleva a recorrer, y aunque durante meses no supe nada de su paradero, recibí algunos mensajes, el primero de los cuales me lo trajo una mañana la señora Mayor, quien me dijo,
–Leonor dejó esto para ti antes de marcharse, y me encargó que te lo diera pasados unos días. Escóndelo donde mejor puedas, o quizá sea preferible que lo quemes.
–Sí, señora Mayor, haré como usted dice. Y le agradezco mucho que se interese por mí.
La señora Mayor, que se movía con viveza pese a su edad y aspecto, me hizo una caricia en la cara que al pronto me sobresaltó, aunque en seguida se encaminó hacia su lugar de procedencia a través de los campos, en donde la vi desaparecer.
A mí me faltó tiempo para encerrarme en el cuchitril que tenía en el mismo taller y abrir aquel mensaje que me llegaba desde un momento anterior en el tiempo, y en él, con una caligrafía que me recordó a la de Ermentrude, entre otras muchas cosas pude leer,
«¡Pobre encuentro ha sido el nuestro, que sólo duró un momento, y ni siquiera sé si fui capaz de expresar lo que acometí, así que me digo, Leonor, que crees en fantasmas del pasado..., ¡estás loca!, como siempre lo estuviste y tantas veces te dijeron cuando eras pequeña. Sin embargo, aún te diré lo que quiero contarte.
Mientras fui pequeña mi vida discurrió regalada, pero ahora, cuando en redondo me he negado a acatar las órdenes de mi padre, que por codicia pretende unirme a ese mentecato que conoces, mis familiares me envían una embajada tras otra para rogarme, incluso suplicarme, que ceda a las razones paternas, como si no supiera cuáles son los títulos que se ocultan tras el venturoso paisaje que me muestran...»
Escondí como mejor pude aquel acusador documento, que leí y releí en días posteriores, y al final, inquieto ante la idea de que pudiera llegar a manos de alguien, lo quemé con harto dolor de corazón, puesto que era lo único que de ella tenía. Sin embargo me dije, «te lo sabes de memoria, y las letras comienzan a desgastarse de tanto recorrer la vista sobre el papel. ¿No es esto una imprudencia que quizá dé al traste con sus ilusiones...?», y en lo más profundo de uno de los encinares que nos rodeaban, una tarde soleada le arrimé fuego y lo vi consumirse en mi mano. Luego lo recité una vez más, y estuve seguro de que nunca lo iba a olvidar.
–¿Qué saldrá de todo esto –me pregunté mientras regresaba–, y por qué ella se ha confiado a mí, en vez de hacerlo, por ejemplo, a su hermano...?
... pero tras considerarlo tuve que convenir en que quizá sus manejos fueran acertados, pues Lope, pese a ser mi amigo, dejaba mucho que desear en los puntos que tocaban a la discreción. Otras circunstancias adornaban a Yúsuf, y, por lo que parecía, a la señora Mayor, por lo que, al fin y al cabo, parecía que podía contar con algunos aliados en tan difícil trance.
Se sucedieron los días y las semanas sin que hubiera novedades, y al fin, un atardecer, cuando los braceros y peones de la obra se habían retirado a las alquerías, recibí la visita de la señora Mayor, quien me traía un nuevo mensaje. Aquel rezaba,
«Estoy en Toledo y voy a ir a Yebel. Haz lo que te indique quien tú sabes y encomendémonos a los Cielos.
Si los sellos de este mensaje están rotos, ello significa que mi padre está al tanto de lo sucedido, por lo que es preciso que te guardes.»
Yo interrogué con la mirada a la señora Mayor, y ella me dijo,
–No te preocupes. Nadie sabe nada y ella vendrá mañana. Yúsuf se llevará a cazar a Lope, y tú deberás estar en el gran claro del encinar por la tarde.
La señora Mayor me contempló con parsimonia.
–¿Entiendes lo que digo? ¿Conoces el lugar?
Yo me apresuré a asentir, y ella añadió,
–Vete sin que nadie te vea y llévate a Jacobo contigo. Él te avisará de los peligros.
Jacobo era uno de los alanos que teníamos con nosotros, del que Lope me había contado que había sido criado por Leonor, por lo que la indicación no carecía de sentido.
Yo me despedí de la señora Mayor, y al día siguiente por la tarde, nublada tarde, acompañado por el perro, armado hasta los dientes y procurando evitar los lugares descubiertos me acerqué caminando hasta el lugar que me había dicho.
El encinar era un extenso bosque que se levantaba dentro de la hacienda y no lejos de las casas, y el claro al que se refería, una despejada zona entre los árboles, pues de ella se extraían en otoño grandes cantidades de leña. Era asimismo un lugar agradable y a resguardo de quien por las cercanías pudiera encontrarse, pero al propio tiempo escenario perfecto para capturar a un incauto, que no otro papel me parecía a veces representar, pues aunque mis ganas de verla eran enormes, ello no conseguía apagar del todo mis recelos.
Oculto entre los árboles de la linde avizoré el lugar, que se mostraba tan desierto como lo estaban todos aquellos andurriales lejos de las tierras habitadas, que raramente veían transitar a alguien, y no percibí nada que despertara mis sospechas. El perro husmeaba las cuatro direcciones de los vientos, pero su interés no estaba en las personas sino en los animales salvajes.
Allí permanecimos, y un buen rato llevábamos cuando observé que el animal levantaba las orejas.
–¿Qué sucede, Jacobo?
El perro, lejos de adoptar una actitud agresiva, comenzó a gemir y a mover el rabo.
–¡Ah, la has olido...!
Jacobo aulló lastimero y luego corrió silencioso siguiendo el sendero que nos había traído. Se escucharon ladridos de alegría, y un momento después, Leonor, sobre un hermoso caballo, apareció en el claro mirando a su alrededor.
Yo salí de mi escondrijo y ella vino a mi encuentro, descabalgó, contempló mi pertrechado aspecto y sonrió.
–¿Creías que era una trampa? Pero sí, que más vale estar prevenido...
El perro hacía toda clase de fiestas a Leonor, y ella se volvió hacia él.
–Jacobo, corre a vigilar... ¡Corre, corre! –y el perro, que en apariencia comprendía a la perfección lo que de él se esperaba, correteó por el claro y luego se internó silencioso en la espesura.
–Estamos solos –dijo ella–, y si alguien se acerca lo sabremos en seguida. Ven, vamos a sentarnos y escúchame, que te voy a contar qué es lo que me ha traído hasta este lugar.
Nos acercamos a donde surgían los primeros árboles y ella se sentó sobre un tronco caído. Durante un instante nos contemplamos, pero luego, tras pensarlo y mirando al infinito, comenzó a hablar.
–Nuestros antepasados –dijo cautelosa– vinieron de las lejanísimas llanuras de Asia, ese enorme lugar en donde nació la vida. Eran seres primitivos que, oleada tras oleada, subidos en sus rucios cochambrosos y persiguiendo el sol que se pone, poblaron la Tierra... Sólo les guiaba un afán, y éste es el de ir siempre más allá de los lugares que habían descubierto. Generación tras generación se desplazaron persiguiendo al Astro Rey, conquistando lo que encontraban y poblando los campos baldíos..., y yo, como ellos, quiero ir al más allá... No me satisface que me impongan lo que debo hacer, y se equivocan quienes piensan que voy a transigir con lo que ordene mi padre. En el convento me enseñaron a leer y a escribir, pero también que siempre hay que correr hacia el horizonte. Mi convento está en el Poitou, tierra de trovadores, y allí es costumbre cantar las hazañas imposibles...
Leonor se irguió y durante un momento me miró inquisitiva.
–Y ahora dime, ¿no seré yo capaz de escapar a esa pasión que mis familiares pretenden que escriba con mi sangre?
Leonor, como dije, se había sentado en un tronco caído, y yo, de pie ante ella, la contemplaba atónito. Mis recelos anteriores se habían desvanecido, porque lo que escuchaba... ¿Quién era capaz de hablar de aquella precisa manera...?, pues ni aun mis hermanitas, a las que yo tenía por impares..., y en ello estaba, cuando una inoportuna gota interrumpió mis admiraciones. La tarde aparecía nubosa e insegura, y de allí a un momento comenzó a llover y luego a diluviar. Gruesos goterones caían del cielo y producían ruido en la vegetación. Leonor se levantó presto y gritó,
–¡Llueve, llueve...! ¡Corre, ven...! –y tomándome de la mano me arrastró hacia la espesura.
A cubierto de grandes y frondosas encinas y mientras escuchábamos el fragor de la lluvia derramándose sobre las copas de los árboles encontramos un lugar en el que refugiarnos, y yo, caballerosamente, me despojé del capote que me cubría y protegí a aquella muchacha que de tan desusada forma se descubría ante mí. Leonor, sin embargo, me obligó a guarecerme a su lado, y de tal forma me encontré de repente casi abrazado a ella en la penumbra del bosque...
Pero no cesaron allí los memorables prodigios que aquel día me tenía reservados, pues cuando en tal actitud estábamos, no atreviéndome ni a respirar y con el corazón latiéndome desbocado, un enorme arco iris, que se mostraba entre nubes tormentosas que iban y venían y descubrían retazos del azul del cielo, apareció en lo más alto. Aquella magnífica y luminosa curva se extendía de horizonte a horizonte, y los lugares en que tocaba a la tierra, ¿señalaban la presencia de tesoros escondidos...? Así lo había oído decir, y el repentino espectáculo no tuvo otro efecto que el de confirmar tales presunciones.
Embebidos en la contemplación de la maravilla que nos regalaban los cielos transcurrieron los momentos. Yo la sentía a mi lado y no quería que concluyese el chubasco que de tal manera nos había hermanado, pero al fin, cuando el fenómeno cesó y el jarrear del agua disminuyó hasta convertirse en simple llovizna, las palabras acudieron a mi boca.
–¿Tu padre...? –acerté a decir.
–No te preocupes –dijo Leonor apretándose contra mí–, pues nadie sabe esto, y si acaso se enterara le diré que fui a visitar a la señora Mayor, que posee eficaces remedios que nadie conoce... Hasta aquí me han acompañado dos escuderos, pero son de mi confianza, pues con el dinero que les he dado están emborrachándose a sus anchas... mientras yo visito a la señora Mayor. ¡Por nada del mundo se atreverían a investigar lo que está sucediendo en ese chamizo...! Y mi padre está convencido de que mi salud no anda muy cabal, pues llevo casi un mes sin salir de mis aposentos y le he hablado de sangrías y otros sucesos para él catastróficos, lo que le tiene en vilo. Esta ha sido mi excusa para ir a Toledo, en donde están los mejores cirujanos del reino... ¡Qué estarán haciendo mis dueñas, que me creen en la consulta de un judío que no admite más que pacientes incurables!, pero le he comprado con buenos dineros y no abrirá la boca, pues aún me resta pagar lo convenido.
Ella se rió.
–Este viaje me ha salido caro, pero ¿qué importa? Es dinero de mi padre, y me ha servido para venir a verte...
Leonor me miró con chanza y añadió,
–Y para besarte –y uniendo la acción a la palabra se apoyó en mí y, en efecto, me besó suavemente.
Yo no pude decir una palabra, pues nada deseaba más y todo parecía suceder al compás de mis anhelos, aunque aún me pregunté si no habría un ballestero espiándonos en la sombra y con su arma a punto...
–Tenía enormes ganas de hacerlo –dijo ella tras rehacerse–. Ha sido la primera vez, y de esta forma te he dicho lo que deseaba.
Hubo un pausa obligada por el pasmo que sentía, y ella añadió,
–¿Me entiendes? Nuestros antepasados, aquellos que tras muchos esfuerzos llegaron desde las lejanas estepas de Asia, tropezaron con esa barrera infranqueable que es el océano, pero nosotros no tropezaremos con ella...
Yo, obligado por los impulsos del amor y la juventud, la apreté contra mí y la besé a mi vez. Luego Leonor dijo,
–Sí, te he dicho lo que quería decirte, y de la más expresiva manera posible. Ahora eres tú quien deberá ser cortés con las damas hablándoles de amor...
El amor cortés, el amor de los trovadores de las cortes europeas, por lo que yo sabía de mis lecturas en la academia y las antiquísimas indicaciones que sobre el asunto me había dado Ermentrude, era un amor a distancia en el que el amante nunca traspasaba los límites que impuso Platón, reduciéndose todo a un mero intercambio de palabras nacidas del ingenio y quedando a salvo las formas, que no de otra forma podía ser, pues solía establecerse entre las más altas damas y algunos criados, cual eran los trovadores. A Leonor, con todo, no parecía importarle aquello mucho, y se me ocurrió que, escondidos como estábamos en lo más profundo de un bosque, las formas eran lo de menos, puesto que sólo la naturaleza nos contemplaba. Sin embargo, no podía echar en saco roto aquellas palabras, pues inmediatamente después de que ella habló apareció un enorme arco iris, y me pregunté si una cosa tenía relación con la otra...
Luego las nubes que habían producido la tormenta se alejaron en dirección al horizonte y nosotros abandonamos nuestro refugio y volvimos al claro, en donde el caballo de Leonor triscaba con paciencia las hierbas que encontraba. Olía a tierra mojada, a musgo y a agua salada, y en el cielo distante las aves de presa dejaban oír sus gritos de alegría. El arco iris había desaparecido, pero entre las nubes que corrían por el cielo aparecieron rayos de sol que iluminaban la escena aquí y allá.
Yo no sabía qué decir, pues continuaba absorto ante lo acontecido, pero tampoco podía apartar la vista de aquella muchacha que los Hados habían puesto en mi camino de tan azarosa manera. Leonor era guapa, y me atraía como si dentro de su cuerpo contuviera la piedra imán de los antiguos, pero mi desconcierto era aún mayor y me impedía hablar e incluso pensar.
Durante un rato nos contemplamos en silencio, y al fin ella dijo,
–Tengo que irme. Vine a decirte algo que no podía callar, y ya lo hice; misión cumplida. Lo que suceda desde ahora, ¿quién podrá asegurarlo?, aunque tú seguramente me ayudarás... ¿Verdad que me ayudarás?
Yo asentí mudamente, aunque luego dije,
–Señorita Leonor... Haré lo que usted me diga, pero no veo cómo puedo ayudarla. Una sola palabra de su padre..., y si se enterara de lo que aquí ha sucedido...
–Sí, tienes razón, pero no se enterará. Ya he decidido cómo va a ser mi vida y poco me importa lo que he dejado atrás. Me iría contigo ahora mismo a descubrir qué es lo que hay más allá del océano, pero aún no ha llegado el momento.
Leonor bajó la voz.
–Antes de irnos, dime que harás lo que te diga.
Yo así se lo aseguré, y luego ella subió al caballo.
–Adiós. Guárdate y permanece prevenido. Yúsuf está de mi parte, pues sabe lo que sucede y ha asegurado que me va a ayudar. Tendréis noticias mías –y dando media vuelta y levantando la mano espoleó su montura hacia el lejano extremo del claro.
Jacobo apareció entre la vegetación, ladró persiguiendo al caballo y ella refrenó su recién iniciada carrera y le gritó,
–¡Vuelve, vuelve con él...! –y luego miró hacia donde yo permanecía, agitó la mano y se perdió entre la arboleda.
El perro, cuando llegó a mi lado, me contempló expectante.
–Jacobo, ¡en bonito lío nos hemos metido...!
Él ladró y me interrogó con la mirada.
–Vámonos, vámonos a casa y que sea lo que Dios quiera.