sábado, 14 de mayo de 2011

Flor junto a una cascada




Me ha dado por escribir una nueva historia. Esta no es como las anteriores, que o bien eran un refrito de artículos sin destino claro, o bien la narración de la vida de alguien; biografías noveladas... No; esta está a medias entre los documentales de TV y una solemne perorata sobre la evolución de la materia.
No de toda la evolución de la materia, pues para eso habría que remontarse al Big Bang, hace quince mil millones de años, pero sí de la materia viva en la Tierra. Baste decir que el primer capítulo está relatado por una flor que, junto a una cascada y hace quinientos millones de años, piensa..., o medita sobre lo que advierte en sus más inmediatos alrededores, y lo cuenta..., y el último se llama Mutantes en la exosfera y está narrado por una chica que está a punto de salir de nuestro planeta en un viaje a los espacios siderales, lo que se podría fechar alrededor de 2050 o algo más.
Es, por tanto, una historia que se extiende durante los últimos quinientos millones de años, y por ella, aparte de flores y mutantes, desfilan australopitecos junto a un lago, nómadas en la llanura amarilla, fenicios en busca de minas de estaño o niños en la Venecia dieciochesca, y todo para llegar a la conclusión de siempre, es decir, que los humanos, que tan importantes nos creemos, somos únicamente eslabones de una cadena, la cadena de la evolución de la materia.

Una página de lo que se podría llamar Neandertales en la boca de una cueva figura a continuación. Está recién escrita, o sea que imagino que estará fatal, pero da igual; lo pongo por si alguien se enrolla con ello.

------------------------------------------

Más tarde aún oscurece como si cayera la noche, y del oscuro dominio se desprenden misteriosas y fluctuantes luces, ora verdes y relampagueantes, ora erizados y fugaces destellos rojos o amarillos que se muestran acá y allá sobre la arbolada llanura y retumban con el fragoroso estruendo propio de los fenómenos eléctricos. Pocos son los capaces de soportar semejante visión, y la mayoría se refugia en lo más profundo de la gruta, vociferando, cubriéndose los ojos con las manos y esperando resignadamente el fin del mundo, pero los que desde la peña resisten la acometida de los elementos son testigos de un acontecimiento excepcional. Una deslumbrante luz, algo que los ciega por completo y los obliga a apartarse, acompañada del más estrepitoso ruido que jamás pudieron escuchar se despliega efímera y atronadoramente en sus más cercanas proximidades iluminando cuanto les rodea. Todos caen al suelo abatidos por la descarga, y durante un momento parece no suceder nada, fuera de los ecos del horrísono estruendo que los ha derribado, pero luego, cuando el fragor ha decrecido y se atreven a levantar la vista, con sorpresa observan cómo, poco a poco, algo se incendia allá abajo, en el oscuro sotobosque, y aparecen por doquier las luces y los humos delatores de lo que pronto será impetuoso fuego.
La conmoción que el suceso les ha producido es mayúscula, y durante algunos instantes permanecen aturdidos sin comprender lo acontecido, pero luego, cuando avivado por el fuerte viento el incendio prospera y algunos arbolillos comienzan a arder lanzando su acre humo hacia el cielo, de un brinco se ponen en pie, lo contemplan estupefactos, y al fin patalean y se contorsionan como aquejados de incontenible frenesí. La agitación se lee en sus caras, y los quejidos de terror son pronto sustituidos por alaridos de alegría que recorren el aire y anuncian a los demás el acontecimiento. Quienes se ocultaban en la cueva salen de ella y contemplan deslumbrados las incipientes llamas que les proporciona el azar, y cuando una cercana arboleda comienza a humear, y luego, contagiada por el incendio y el viento, se consume en gigantescas candeladas, algunos de ellos bajan corriendo y gritando por la ladera pese al huracán que aviva furiosamente las llamas, y cuando las alcanzan cabriolean y brincan alrededor de los árboles ardientes.
Los más atrevidos toman ramas llameantes y corren con ellas en las manos, mientras otros, arrebatados de una actividad extrema, comienzan a amontonarlas en la linde del bosque, en donde acaban por levantar una cuantiosa pira ante la que danzan durante largo rato. Cuando comienza a arder se postran ante ella sin osar levantar la mirada en clara actitud de veneración, pero luego gritan, la contemplan fijamente, parecen querer taladrarla, y al fin, arrodillados en el suelo, prorrumpen en apagados apóstrofes que le dirigen, imprecaciones de las que desconocemos por completo el significado. 
Durante toda la tarde el bosque se quema como una enorme tea atizada por el furor del viento huracanado...