viernes, 17 de junio de 2011

La fortaleza califal de Gormaz



Esto era, probablemente, lo que veían las avanzadas de las huestes castellanas cuando se aproximaban a la fortaleza califal de Gormaz, uno de los castillos más interesantes que hay en España. Y todo lleno de amapolas, además... Seguro que alguna de ellas es una Papáver somniferum, esa especie tan solicitada. Habría que decir que el opio castellano, como dice el protagonista de una de mis novelas (no un yonqui, sino un niño diablo, un hijo de un cometa y un lobo solitario )...
-¿Cómo dice...?
-¡Ah, sí! Pues dice,

(Téngase en cuenta que esto sucede a principios del siglo XIX, alrededor de la cama de un herido y en la recién liberada [de los ocupantes franceses] plaza de Ciudad Rodrigo, texto que está en la "Era de las máquinas", tercer libro de las memorias de Juan Evangelista).
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    La voz blanca simuló no hacerme caso y continuó con su letanía.
    -Hace trescientos años, cuando los barcos portugueses iban a traficar a Oriente, como moneda de cambio no llevaban dineros de una u otra nación, no, que allí no les interesaba el metal acuñado en lugares tan lejanos, sino una mercancía infinitamente más preciosa, y esta mercancía, ¿sabe Su Ilustrísima cuál era? Pues yo se lo diré, que era opio castellano, la emanación de las majestuosas Papáver somniferum que en sus llanuras crecen, la mejor y más poderosa variedad del planeta.
    -¡Opio castellano...! -dijo con admiración Mendoza, el maestro y constructor de vías de comunicación, que sin duda conocía aquel asunto.
    -Sí, opio castellano -continuó la voz-, preciosa materia prima de mis experimentos. Yo vivo para rescatar a los soldados de su dolor, ya sean ingleses, españoles, franceses...
    -¿Franceses? -dijo Juan Amadeo, el primero de mis hijos peruanos, que de alguna forma había conseguido colarse también en aquella habitación-. La canalla no merece estos cuidados, y son sus ínfulas imperiales quienes les han colocado en tales circunstancias.
    -¿Sus ínfulas imperiales? -terció la criada de la princesa, que aún seguía allí-. De ninguna manera se puede hablar de un pueblo que elige su Destino, sino de las decisiones de quien les gobierna. ¡Nadie, excepto los muy locos, van a la guerra con entusiasmo, sino que son arrastrados a ella por los poderosos y la amenaza de sus represalias!
    Hubo un hondo silencio, y cuando creí que se había disuelto aquella tertulia que tan inopinadamente se había formado alrededor de mi cama, la voz, la voz cristalina que yo no sabía de quién era, dijo,
    -Sí, así es, y aún añadiremos otras cosas, porque parece que Su Señoría cree que la Revolución Francesa fue la más importante de las revoluciones, pero en ello se equivoca, pues, ¿no es preferible para el pueblo, que todo lo paga con sudor y sangre, la Revolución comercial que al compás de los tiempos y merced a sus barcos han puesto a punto los atrasados e incultos ingleses? Piénselo. Esa revolución hará crecer la riqueza de las naciones, no solamente la de las clases privilegiadas, como siempre sucedió hasta ahora, y todos participaremos de ella. Uno de sus frutos es este reciente producto, esta decantación milagrosa de los principios activos de la planta que nos ocupa y que desde los laboratorios de Inglaterra han hecho llegar a mis manos, la panacea con la que siempre hemos soñado quienes batallamos para que decaiga el dolor que asola el Universo..., y a ti te aliviará mejor que los remedios antiguos, la endemoniada Datura stramonium o los inanes cocimientos de cresta de gallo.
    Una mano muy fría pasó de nuevo por mi frente.
    -Tu cabeza, por otra parte, ni siquiera se rompió del todo; la tienes muy dura .
    Hubo una pausa durante la que ella, como buena mujer, fuera la que fuera, arregló los embozos de mis sábanas, y al fin, contemplando su obra, dijo,
    -Yo no soy esa Marifló por la que suspiras, sino miss Gold, ayudante de farmacia del ejército inglés, que me admitió por mis méritos..., aunque tú puedes llamarme Alessandra.
    Yo abrí los ojos y miré a aquella chica rubia que no era Marifló, aunque quizá fuera una de las criadas de la princesa.  
  -¿Cómo se llama? -dije débilmente, y ella me contempló con sorpresa.
   -¿Como se llama quién?
    Yo dudé.
    -Esa panacea maravillosa de que hablabas...
    -Se llama morfina.
    -¡Ah...!
    ... y volví a mi ya largo sopor, en el que permanecí un cuantioso tiempo que no podría precisar.
    Luego, cuando desperté de aquel sueño inacabable y creí que en seguida podría abandonar el lecho, me encontré con que no podía ni tomar la cuchara que me ofrecían, tal era mi debilidad. No podía ni incorporarme, casi ni abrir la boca, de forma que era alimentado con lo que parecían purés y otras preparaciones cremosas. Eran mujeres quienes me atendían, y algunas de ellas fueron quienes me contaron lo que había olvidado.
    -¿Dónde estoy? -pregunté en una ocasión a dos muchachas, casi niñas, que barrían mi habitación haciendo muchísimo ruido.
    -¡Anda éste..., qué cosas dice! -dijo una de ellas mirándome pasmada, y muertas de risa salieron corriendo de la estancia.
    Una señora mayor que vi después, no obstante, accedió a informarme sobre algunos extremos, pero sospecho que ella no sabía mucho más que yo.
    -¿Dónde está la chica?
    La señora me contempló maternalmente.
    -¿Qué chica?
    -Esa chica rubia que a veces viene a verme. ¿Es de veras Marifló?
   ... y ella no contestó a mi pregunta, pero se irguió y dijo,
    -Descanse. Descanse y no hable -y salió.

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El que quiera enterarse del conjunto de la historia, que vaya a este enlace: